Pregón de la Semana Santa de San Fernando
20 de marzo de 1994, Teatro de la Compañía de María (San Fernando)
Habían florecido las retamas, y en las riberas de los caminos que llevaban a la mar, a los pies de las chumberas bravías, de las lanzas centinelas de los pitacos verdigrises, habían brotado las flores amarillas del sufrimiento.
La Isla de los primeros soles tibios, de las primeras tardes violetas, la Isla cuaresmal herida de silencios y campanas, sembrada de viejas devociones, de cultos religiosos vespertinos, de oradores sagrados, de motetes polifónicos, aquella Isla lejana y solemne de la discreta elegancia, de los militares uniformes y las mantillas de blonda, la Isla metódica y ritual que se preparaba para celebrar su Semana Santa la iniciaba con un Pregón que, un año más, dejaba abiertas de par en par las puertas del Teatro de las Cortes.
El azar, ese duende misterioso que juega con los destinos, hizo que un niño de luto, uno de tantos niños de luto de aquella Isla, acertara a pasar por delante de las puertas del teatro, se sorprendiera de verlas abiertas, y movido por la curiosidad penetrara en el patio de butacas en penumbra, lleno de personas en el más absoluto silencio.
Sobre el escenario, cortinas en pabellón, flores blancas y una Cruz alta sin imagen componían un sintético Calvario sin sangre. Detrás de un atril forrado de terciopelo negro, un orador de traje oscuro, iluminado por una luz cenital, hablaba de Cristo.
Con la distancia que dan los años, sigo viendo a aquel niño intruso, a aquel niño asombrado de que un señor, sin vestir hábito ni sotana, hablara de la Pasión de Cristo; sigo viendo a aquel niño admirado de que un seglar estuviera hablando, no del Cristo de la Historia, del Cristo cierto, de carne hueso, sino de las imágenes familiares del Cristo hermano con domicilio conocido en la Iglesia Mayor, en San Francisco, en cualquiera de las iglesias de la Isla; Cristos con nombres y apellidos sabidos de memoria; Cristos de devociones antiguas y domésticas con estampas en el dormitorio o en la salita de cualquier casa isleña; Cristos próximos como Vera-Cruz, Expiración, Afligido, Columna o Nazareno; Cristos con la mirada de cristal, con el pecho de cristal como vasos para recoger las amarguras, las penas viejas, los temores de madre…
Han pasado muchos años, pero sigo viendo a aquel niño, solo ya en el Teatro después del último aplauso, fija su mirada en el escenario vacío, en la Cruz desnuda, aturdido, acongojado porque un señor de paisano, al hablarle de sus cristos y de sus vírgenes, de su Isla y sus procesiones, le había rasgado la venda de su impunidad; porque para aquel niño, como para tantos isleños de entonces, la muerte de Cristo era un hecho remoto que aquí conmemorábamos con barroquismo y música de cornetas, con humo de incienso y cimbreo de varales por las calles mal empedradas, como si la Pasión de Cristo nos fuera ajena y sólo supiéramos pagarla con estética.
Aquella Semana Santa fue distinta para aquel niño; llevaba, eso sí, la muerte reciente de su padre a cuestas; pero cuando llegó el Domingo de Ramos y se abrieron las puertas de la Iglesia Mayor, al ver a Jesús resignado atado a la Columna, ya no pensó que aquellos sayones, aquellos judíos, solo ellos, eran los únicos culpables del suplicio de Nuestro Señor, ya no pudo sentirse exclusivamente espectador de aquella tragedia; él sabía, él ya sabía, porque lo había dicho aquel señor en el Teatro, que en cada nudo de aquel flagelo, en cada aguja de aquel manojo de espinos, en cada pedazo de carne desgarrada había un pecado suyo, un pecado de cada uno de los que allí estaban viendo la procesión como una fiesta; que aquellos sayones eran, en fin, la humanidad que golpea, y Jesús la otra humanidad que sufre; que aquel desfile, aquel paso estremecido no era un espectáculo gratuito, sino el reconocimiento público, el acto penitencial del cristiano que está reconociendo sus culpas, esas por las que Cristo muere, esas por las que sin Él todos moriríamos de muerte miserable y pequeña, esas culpas que no tendrían redención posible sin su muerte y resurrección.
Sería bonito, y literario, decir que aquel niño de luto salió del Teatro pensando que quizás algún día él podría hablar como aquel señor de paisano que tanto le había conmovido, que algún día podría pregonar la Semana Santa de La Isla y hablar con el corazón de sus Cristos y de sus Vírgenes; sí, sería bonito y literario; pero aquel niño, con su impunidad en carne viva, no supo, ni siquiera, que había oído el primer pregón de su vida, aunque guardó, lo puedo asegurar, guardó, no como un seguro de vida sino como un seguro de alma, el temor de que si culpa tenía en el dolor de Cristo, más culpa tendría, si llegara a usarlo para emboscarse, o para ampliar el eco de sus golpes de pecho, o para jugar a esteta de ocasión so pretexto de populismos y tradiciones. Prefirió al Cristo resucitado antes que al Cristo muerto, aunque todavía hoy siga conmoviéndole el infinito dolor de un paso de misterio, el inmenso dolor de todas las Vírgenes que lloran, por mucho que queramos mitigar sus dolores con fulgores de oro y plata, por mucho que queramos disimular con flores nuestras culpas.
Reverendo Señor Arcipreste, Ilustrísimo Señor Alcalde, señor Presidente del Consejo de Hermandades y Cofradías, dignísimas autoridades, señores Hermanos Mayores, juntas de gobierno, Reverenda Comunidad de Hijas de Santa Juana de Lestonac, cofrades, cargadores de La Isla, Señoras y Señores, isleños todos:
A los pies del Cristo único del Evangelio, del Cristo que en el tiempo de Pasión brota de cada corazón con un nombre distinto porque no sabemos, porque no podemos amarlo todo a la vez; implorando la ayuda de su Santísima Madre María, a la que hemos ido bautizando con todos nuestros anhelos, con todos nuestros pesares, con todo nuestro ingenuo amor de hijos para dividirle sus dolores, sus penas, sus amarguras; e invocando el nombre de la del Carmelo, la que sin reservas ni divisiones vive en el corazón de cada isleño, y también el de la Divina Pastora que apacienta nuestras almas, quisiera abrazar a todos los que, de alguna manera, han contribuido a que este pregonero esté hoy aquí, emocionado y agradecido, en el uso de la palabra, que no es la suya sino el eco de todos los que desde esta tribuna le precedieron; la voz del Consejo de Hermandades; de los Hermanos Mayores de todas las Cofradías, en suma, en este Domingo de Pasión, la voz de La Isla, cofrade o no, que ha hecho posible con sus devociones esta Semana Santa nuestra, esta Semana Santa de dolor y esperanza. Quisiera también unir en este abrazo a mi presentador Joaquín Rodríguez Royo, aunque difícil me lo ha puesto si algún día, en mi conciencia, llego a aproximarme a ese hombre que él tan generosamente ha descrito: ojalá pueda conseguirlo. Permítanme, además, que mi recuerdo y mi agradecimiento vayan sobre todo —pueden comprenderlo— a quien me enseñó a creer en Dios, a quien me enseñó a rezar.
¡Qué misterio que de nuevo vuelva la Semana Santa! ¡Qué misterio que de nuevo se encienda la primavera y que cada uno de nosotros volvamos a buscar a Jesús y a su Madre por las calles de la Isla! ¡Qué misterio que todo vuelva a ser igual en el fondo de nuestros corazones, que repitamos los mismos gestos, que cada candelabro encaje en su sitio justo, que cada cargador reconozca su lugar en la madera, que cada Cristo acepte Su Cruz procesional y cada Virgen su toca bordada, su palio de oros, su corona de reina! ¡Qué misterio que un domingo de pasión una banda haga música dolorida y un grupo de cristianos se reúna, a la hora del Ángelus, para oír la palabra de un pregonero, la palabra antigua que quiere articularse para que encontremos, juntos, el porqué de estos misterios, para que meditemos sobre este mosaico de redención que es la Pasión de Cristo, que es la Semana Santa Isleña
Pero que meditemos como seres humanos de hoy, como cristianos de hoy, como católicos de hoy, sin grupúsculos de oficiantes, ni barroquismos para iniciados, sino con el sentido natural y directo del lenguaje actual, que difícil es asimilar el mensaje de Cristo para que encima lo disfracemos con artificios.
Meditar sobre la Semana Santa Isleña. Isleña: con sus acentos inconfundibles, con sus singularidades, a ser posible con idéntica cadencia a la que andan nuestros pasos de misterio, con el mismo ritmo con que se mecen los palios de nuestras Vírgenes. Meditar juntos, para verificar hasta qué punto aflora en nuestra Semana Santa La Isla de hoy, el alma de La Isla de siempre. Porque, contra lo que pudiera parecer, igual que en su Semana Santa, nada en la historia de nuestra ciudad ha sido improvisado, sino producto de una constancia colectiva, quizás porque al no haber llorado nunca por ninguna cosecha perdida que cosecha siempre tiene algo de taumaturgia, de magia divina , la Isla ha sabido encontrar en el trabajo diario, callado, anónimo las más de las veces, su estilo particular lejos de todo histerismo.
Su propia articulación escalafonada, gremial tantas veces criticada propicia, al decir de muchos, no solo un sistema social, sino el fermento, el fomento y desarrollo de las Hermandades y Cofradías; que puedan constituirse desde aquélla, humildísima, que en sus Reglas recogía la obligación de darle “luminaria y compaña” a los hermanos fallecidos, hasta aquella otra en la que figuraba la nobleza y que fuera reconvenida por su exceso de lujo bajo apercibimiento de multa y de cárcel para los infractores o sus directos responsables. Es curioso que esa, digamos aparente atonía isleña, esa su famosa apatía, tenga, precisamente en las Hermandades, este elemento diversificador que rompe su tradicional linealidad; y es que La Isla, lejos de ser monorrítmica, ofrece grandes contrastes como veremos más adelante.
Cuando propios o extraños nos preguntamos el porqué —o los porqués— del esplendor actual de nuestra Semana Santa, no podemos aislar lo estrictamente religioso, que tiene un peso indudable, de lo que podríamos llamar clave de nuestra supervivencia como pueblo, y que hace un momento acabo de citar: La constancia colectiva, la perseverancia que obra milagros como sabemos y, mucho mejor que los demás, aquellos que desde dentro de las Hermandades y Cofradías, tienen en su fe y en el entusiasmo sin desmayo sus mejores —casi únicos— aliados para conseguir ese prodigio de superación constante, hasta llegar a esta Semana Santa Isleña, una de las más señeras de Andalucía, sin discusión posible, no sólo como fenómeno de manifestación artística, sino como vehículo de un pueblo que vive intensamente la Pasión de Cristo, con esa intensidad tan arrebatada en la que una forma de rezar es llamarle guapa a su Virgen, es hacerla guapa para compensarla de su pena con una excepcional hermosura, porque quererla niña y guapa es el sueño entre lo inmaculado y lo apasionado de nuestro amor por Ella; porque, como pueblo viejo que somos, necesitamos de esos contrastes para seguir creyendo, porque, por viejos, seguimos siendo niños que necesitamos a nuestra madre próxima, en nuestro propio barrio, en la cabecera de nuestra cama, siempre en nuestro corazón.
¡Qué lujo de madres tiene la Isla! Desde la trigueña carmelitana y marinera a la Pastora de almas, hemos ido necesitando madres para nuestros dolores, para nuestras lágrimas, para el desamparo, la amargura y la soledad, madres para las penas, la piedad, y la caridad, madres para la salud y el amor, para que ayude al buen fin de nuestra vida, madre amable para que acoja nuestro mayor dolor de cristianos, trinidad para darle amor de madre a las tres personas divinas, estrella para guiarnos, para que podamos superar el rosario doloroso de los días, para alcanzar la paz que anhelamos y la gracia de los cielos. ¡Qué lujo de madres tiene la Isla!
Amor y amargura, salud y desamparo, dolor y piedad contrastes de la vida, contrastes de esta Isla nuestra tan querida y tan difícil, de esta Isla que este pregonero quisiera centrar como protagonista, quisiera saber contarla para que, comprendiéndola, viéramos a su través su Semana Santa.
Pero este pregonero no es poeta; este pregonero siente no tener el encendido verbo de los que saben soñar una Isla de encajes azules bordados con la sal de sus riberas; este pregonero, de la Isla sólo aspira a quererla sin alardes, a sentirla a través de la mirada limpia de sus gentes, a contarla para el corazón de sus gentes, porque solo en la mirada y en el corazón radican la íntima y profunda verdad de los pueblos, lo demás son o accidentes geográficos o gracia de Dios, que para cantarla sí que se necesitan poetas verdaderos.
Pero no hace falta ser poeta para retener un recuerdo, para guardar una primera imagen, una primera consciencia de casi todas las vivencias, que luego, asimiladas, se convierten en las auténticas experiencias que van enriqueciendo nuestra vida. Así, si retrotraemos la memoria, podríamos situarnos en el momento de nuestra primera gran desilusión: la noticia cierta de los Reyes Magos, o ante el primer cigarrillo, o ante el primer amor; todos, sin necesidad de ser ni poetas ni prosistas, tenemos memoria para vemos, abiertos los ojos a los asombros, reviviendo nuestros días infantiles en aquella casa que vivimos, en aquella calle que jugamos, en aquella Isla en la que crecimos, que es esta misma, pero que era —a nuestros ojos— diferente.
El primer recuerdo que guarda este pregonero de nuestra Semana Santa es una tarde sombría de Viernes Santo; debió ser allá por los años cuarenta y tantos: Corren por La Isla los tiempos de los escalofríos y los silencios, de las alpargatas, de las toses sospechosas, de las largas colas del hambre y las beneficencias, los años de las altanerías y las cicatrices, de las caridades y las sumisiones; sólo Dios y el sol amanecen para todos.
La Semana Santa más que una tradición, más que una manifestación religiosa es, en aquellos años, una necesidad, un desafío, una oportunidad que se le da a Jesús y a su Madre para hacerse pueblo, para que el Hijo y la Madre vean las heridas del pueblo, la pobreza del pueblo que resiste viviendo con la grandilocuencia de las verdades oficiales.
La Semana Santa de la Isla es tan pobre como ella misma; bajo los pasos no hay más que silencio, dolor y una limosna para aliviar el hambre. Los cargadores de la Isla no saben aún del “pasito holandés” ni del “picaíto a las bandas”, los cargadores de la Isla cuando arriman el hombro a la madera tienen aún las manos calientes de las parihuelas salineras, el paso tembloroso por cansancio de la peonada y el compás abierto de guardar el equilibrio en la plancha que va del muelle al candray y del candray al muelle, tantas veces cuantas se puedan soportar, que en la cantidad de idas y venidas está el jornal, y en el jornal: la comida caliente, el jersey del niño, la medicina de la niña… Los cargadores de la Isla no cargan los pasos de su Semana Santa ni por estética ni por su sentido religioso. La religión para ellos es cosa de ricos, que son los que van a misa de once y hablan con los curas en los atrios de las iglesias. La religión es… la religión es la Virgen del Carmen o este Nazareno Viejo que siempre está de guardia a los pies de la iglesia, al que se le dan los buenos días, casi sin querer, mientras se espera el tranvía renqueante, el coche de Meléndez, o antes de iniciar la caminata por la “Cuarta”, para la Bazán o La Carraca con la talega del costo.
La Virgen del Carmen y el Nazareno son el principio y el final del trayecto, es la fe sin teología, es la fe en la única justicia en la que hay confianza: «Jesús no aprietes tanto, afloja». Y si al día siguiente vienen mejor dadas, es Él quien ha echado una mano. Es la fe que en Semana Santa se agita porque es bueno que la Virgen pase por tu puerta, que la veas en la calle con cirios encendidos y con flores; que no importa que sean de trapo, porque a la Virgen en la calle se le mira a la cara y sobra lo demás, hasta olvidarlo todo, incluso lo que se le va a pedir con el alma en los labios.
Pero en aquella Isla de las verdades oficiales y la grandilocuencia existe una procesión oficial; es casi un espectáculo en el que el pueblo sólo es espectador. El cortejo desfila brillante y solemne como corresponde a un acto donde acuden secciones de penitentes de otras Hermandades, donde el clero, el Ayuntamiento bajo mazas y los militares de gran gala prestan birretes y manteos, cruces parroquiales y capas pluviales, terciopelos, oros viejos, zapatos con hebillas plateadas, bicornios, bandas, levitas, condecoraciones, sables … La urna del Cristo yacente es de cedro pero ellos no lo saben, la urna es de cedro, que alguna vez doraron con panes de oro fino y que alguna mano torpe, y piadosa, cubrió de purpurina para restañar las heridas del tiempo, para disimular la pobreza de los tiempos. La urna del Cristo yacente está adornada con esparraguera verde de la que nace en macetones en los patios de La Isla. La urna tiene los cristales limpísimos en los que se refleja —multiplicada— la divina imagen. La urna está rematada por una cruz que descansa en una filigrana barroca, en una tapa a la que le falta el cristal superior porque no es necesario.
Todo el Viernes Santo ha estado plomizo; al Nazareno le llovió de madrugada; la Soledad aún no ha salido; lo hará, como siempre, cuando pase el Santo Entierro que ya está llegando a la Plaza de la Iglesia. No cabe un alfiler, toda La Isla se agolpa en las aceras para ver desfilar el cortejo fúnebre en la tarde triste de celaje hosco y viento del sudoeste que empareja las tormentas.
Todos miramos al cielo por donde se entinta la noche ligera. Cuando el paso del Cristo llega a la altura de andamiaje del cine que se está construyendo, se abren los cielos. En un principio el desconcierto que produce la lluvia parece que se neutraliza con la apertura de paraguas y las primeras carreras. «Escampará», se piensa. Y a pesar de las gotas, gruesas, rotundas, ninguna de las personas que forman el cortejo se mueve de su sitio, y siguen guardando las filas; pero el agua arrecia con ese desconsuelo que tan bien conocemos los isleños. Y comienza la desbandada. Primero se despejan las aceras, y, tras unos instantes de duda, toda la pose ceremonial del cortejo se desvanece, el aguacero parece disolver los portes distinguidos, la solemnidad, la bizarría, pero es tanta la fuerza del agua, tan racheado el viento, que en unos minutos el paso del Señor queda solo, absolutamente solo; la calle, la plaza —abarrotadas momentos antes— quedan vacías por completo. Ni siquiera las casapuertas del entorno ofrecen cobijo seco porque el aire y la lluvia se han hecho dueños de la tarde —noche de pronto— y baten con furia todos los rincones. La urna de Cristo —dramáticamente olvidada— parece un extraño barco en medio de la tempestad. La urna de Cristo empieza a llenarse de agua sin que nadie haga nada por evitarlo, como si de La Isla solemne hubiera nacido de repente una Isla de indiferencia, como si La Isla fervorosa hubiera dejado a Jesús a su suerte, lo hubiera abandonado y condenado de nuevo, pero esta vez a morir ahogado.
Esta es la primera imagen que este pregonero guarda de la Semana Santa de su tierra. Esta impresión sigue siendo tan fuerte, a pesar de los años transcurridos, siempre que llueve con ese desconsuelo, la imagen del Santo Entierro solo, anegado, se hace presente; lo mismo le ocurre cuando advierte insolidaridad; la indiferencia o el desprecio tienen la misma imagen desoladora, como si fueran un fantasma o una alarma que el miedo enciende, o el clisé maestro de la soledad y el abandono; en cualquier caso es el paradigma de La Isla que no debiera haber existido, que no debiera existir nunca.
Desde ese primer recuerdo, desde esa primera imagen, el pregonero, el niño que fue, creció hasta que pudo salir en una procesión de monaguillo carmelitano precisamente en la misma cofradía de su fantasma. Naveta, cirial, cruz, incensario, fueron en años sucesivos, los atributos, el pretexto para pertenecer al cortejo, para estar cerca de Cristo que seguía en su urna de purpurina entre esparragueras verdes y lirios morados. Ser monaguillo pequeño daba una relativa libertad de movimientos; recorrer la procesión de cruz de guía a cola era poder ver, como en una película rápida, las actitudes del público, el sentir de La Isla, que iba desde la distraída curiosidad al pasar los primeros penitentes, al profundo respeto a medida que se acercaba el paso de Nuestro Señor, el paso del silencioso rodar, roto por el chasquido metálico de las sonoras pisadas de los gastadores de Infantería de Marina que le daban escolta.
Más tarde, al andar de los años y cambiar la sotana carmelitana por la túnica nazarena, esa experiencia inédita de mirar sin ser reconocido que es la primera gran sorpresa de todo penitente, en el que condensamos más magia que contrición, más espíritu maratoniano que penitencial, por estrictas que sean la reglas y dura la disciplina cofrade. Borla de estandarte, bocina, cirio, pértiga, y con ella otra visión de la Hermandad, de las hermandades, la oportunidad de acompañar las salidas procesionales de otras representando la propia, y admirar en todas la capacidad de sacrificio, la calidad humana de sus gentes.
Pero llega un día en el que el pregonero ha de dejar La Isla; se fue sin despedirse, como el que pretende no tardar en volver, pero tardó más de veinte años. No veinte años sin pisarla, no; veinte años sin vivir su Semana Mayor. «Si la vieras no la conoces» le decían los amigos. «Tu Caridad tiene un paso de plata». «Ha salido una hermandad nueva de La Pastora y otra de la Salle y otra de la Bazán, y otra de …». Y mil detalles nuevos que hablaban a las claras de la raíces cofrades de nuestra Isla, de esa imparable ascensión para situarla a la altura en la que se encuentra.
Durante esos veinte años de ausencia, el pregonero anda y vive la Semana Santa de otros pueblos. Fueron muchos lugares, fueron muchas formas penitenciales para adorar al mismo Dios, ya desde la magnificencia del arte más sublime arrancado de los museos, ya desde la humildísima talla románica, única en el fervor del lugar, en la única iglesia, casi fortaleza, perdida en los mares de tierra de Castilla la Vieja, sembrada en medio de sus llanuras para amparar el desamparo de ruines casas de color de llaga. Procesiones espectrales de ascéticos Cristos con el solo sonar del tambor y el bisbiseo de los rezos. Vírgenes asustadas, de manto negro, sin más adornos que su pena, sin más consuelo que las devociones que inspira. Cielos sacramentales de Hostia alta y limpia, y en sus trasluces las antorchas de llamas fantasmales y humo acre que se alía con los fríos esteparios para disimular las lágrimas.
La Isla, en cualquier caso, aparte de referencia obligada, quedaba al otro lado de aquellos silencios, de aquellas soledades, de aquellos sobrecogedores actos de penitencia colectiva en los que muchos han querido ver una cierta teatralidad tremendista y otros una descarnada y medieval manifestación de culpabilidad, lo mismo que en nosotros no alcanzan a ver más que sentimentalismo religioso.
Pero ninguna experiencia foránea ni ningún complejo de antaño impide al pregonero que, a su vuelta a La Isla, empiece a sonarle la música familiar. Es inevitable, pero todos llevamos esa música en nuestra propia sangre. No es el acento de nuestros paisanos, ni el tono de su voces admitiendo que cada pueblo tiene el propio, son los ecos de las pisadas, es el aire … El aire es un prodigio para avivar los recuerdos, para reconocerse a uno mismo a través del tiempo. Para un isleño distinguir el poniente del levante es facilísimo, aunque los dos sean vientos que formen remolinos con los papeles y las hojas de los árboles; pero para nosotros es definitivo pasar, por ejemplo, por la calle que de siempre hemos llamado la “Cuestecilla de la Cárcel” para saber cuál de los dos está soplando; y esto, como oír según qué campanadas de los relojes, percibir determinados olores según a qué horas, van componiendo la sinfonía familiar, la música de estar en casa.
Porque un buen día, el retomado isleño que fue cofrade, recupera el olor perdido de su Isla en Semana Santa, para lo cual no se necesita un olfato especial porque se nota enseguida; es más, cuando faltan aún semanas y se estiran las tardes en soles perezosos, solemos decir, como en un ramalazo de deseo: «Hoy hace día de Martes Santo» «Hoy huele a Jueves Santo»; porque los isleños, salvado los temores de la lluvia, podemos distinguir el Lunes Santo del Miércoles, el Domingo del Viernes, sólo con alertar nuestros sentidos, sólo con dejar hablar a nuestra sangre.
Dejar hablar a nuestra sangre … Esta sangre antigua que supo humanizar el dolor de Cristo, no para ser exclusivamente espectador de su dolor, sino para poder compartirlo con Él. Es el arte barroco que se alza con toda su grandeza, con todo su realismo, con toda su verdad contagiosa, sensitiva, no para compadecer al Dios-Hombre que sufre, sino para que, humanizándolo, podamos elevamos sobre nosotros mismos y unir nuestro dolor al suyo.
Quizás este sea el secreto mejor guardado de la Semana Santa Andaluza, de la Semana Santa de nuestra tierra Quizá para aprenderlo, este pregonero tuvo que saber de la añoranza de su Isla, quizás necesitó kilómetros de distancia, años de ausencia.
Pero al volver, La Isla ya no es la misma. La Isla ya no abre su Semana Santa con un Inocente azotado por inicuos sayones. La Isla estalla ahora en un júbilo de palmas, en el triunfo del Cristo Rey, en el andar, menudo y alegre de los niños que aún no saben que Aquél al que aclaman viene para morir. Estalla en esa confianza sin retórica, en ese torrente de fe, en esa vibración estética, en esa generosidad iluminada que no quiere saber todavía —porque son niños— del dolor de Cristo. Quien lo sabe y lo siente en su corazón es su Madre, una Estrella, una estela del Hijo, un presagio de la Pasión del Hijo en la pena de su cara, que ni su hermosura puede disimular; quien lo sabe es esta Estrella, Virgen sin lágrimas, que nos ofrece el primer pañuelo para nuestro primer llanto. El mascarón de proa de la Semana Santa isleña o, mejor, el bauprés donde se alzan valientes sus foques, es ahora la Cofradía Lasaliana.
Es Domingo de Ramos. Lo que no ha variado en la Isla es que sigue siendo domingo de estrenos: la ropa de primavera, la rebeca de entretiempo, el zapato que aprieta, el sitio en la Plaza de la Iglesia a las siete de la tarde para ver salir a la Columna. Lo que no ha variado en La Isla es el momento del primer escalofrío. En la Isla, al filo de las siete de la tarde de todos los Domingos de Ramos, azotan a todos los inocentes del mundo, a todos a los que les han decidido la muerte, a todos a los que ajustician sin justicia, a todos a los que silencian por conveniencia, o por treinta dineros. El primer acto del drama no ha hecho sino empezar, sólo ha vibrado el primer bordón de la pena.
Domingo amarillo de sol lento, lleno de recodos de silencios. Al Hijo del Hombre le han rasgado, despojado de su túnica, pero no lo han liberado de la cruz; está abatido, tristísimo, aguardando mansamente lo que le espera, la tortura previa a la muerte que le espera No tiene escapatoria, sólo el amor al Padre, su amor al Padre va a librarlo, pero es un prisionero de los hombres, esos hombres en los que ha sembrado amor para hacerlos libres. Pero Él, el ser más libre de la Creación, es prisionero de los hombres que no han querido librarlo de su cruz. Paciente y humilde, Cristo acepta su sacrificio. Humildad y Paciencia en ese tiempo de angustia superior incluso al sufrimiento. Humildad y Paciencia a que volvamos hacia Él nuestros ojos, a la espera esperanzada de que deseemos ser verdaderamente libres.
En La Isla se aprende a ser libre mirando la libertad del mar, en la vida se aprende a ser libre amando sin reservas. Amor y libertad son las dos palabras, los dos sentimientos que más se repiten en el Evangelio. El amor a Dios que nos hace libres, que nos libera de lo mezquino, que nos preserva de las cadenas de los poderes terrenales; el amor a la libertad que, sin embargo, nos convierte en individuos peligrosos, como Jesús lo fue contra el orden establecido. Pilatos lo sabe. Pilatos es un político que no sabe nada de Cristo pero que sí sabe de libertades y sometimientos. Posiblemente no sepa de otra cosa, como tantos políticos, pero ahí lo tienen diciendo Ecce Homo, escudándose en el pueblo, apoyándose en la ignorancia del pueblo, amparándose en el fanatismo del pueblo para ocultar su cobardía, que no hay peor cobarde que el que elige el pueblo como parapeto: «Ecce Homo», dice, y se lava las manos.
El paso de misterio del Ecce Horno de la Isla es perfecto para revivir ese momento; frente a la vibración estética que produce, pese a la belleza de su conjunto, quizás por ese oculto misterio que subyace en la obra de arte, quizás porque el arte es cauce para infinitas interpretaciones y contenidos, puede que no sea solo movimiento escénico lo que ocurre en este paso pastoreño: En primer término, aparatoso, llamativo, flameando su toga blanca, escandalosamente blanca, Pilatos, el político, parece el protagonista; Cristo es sólo un jirón de pueblo; por no tener no tiene ni crispación en su gesto, pese al escarnio, pese a su corona de espinas, pese a la sangre que ya brota de su cuerpo. El Ecce Homo de La Isla es pueblo humillado por mucho cetro y mucho manto de soberano con que quieran adornarlo: precisamente por eso. La pureza de la toga de Pilatos es un grito sarcástico de la historia que aún perdura, por eso la pasión de Cristo no es solo un hecho histórico, un drama lejano, sino el espejo donde se refleja el drama diario de la humanidad que sufre, que sigue desgranando su rosario doloroso.
Doloroso Lunes Santo, el lunes que se estrena el principio de nuestro arrepentimiento. Sólo hay que verlo a Él, atadas las manos, sereno el semblante, tan humilde, tan manso, tan solo, que, con sólo mirarlo, se adivina la redención, se cree en la redención. Nuestro Padre Jesús de Medinaceli tiene perdida la mirada y su corazón derramado, y parece tan frágil que más que hijos suyos quisiéramos ser padres para protegerlo, para borrarle —con amor de padres— la profunda tristeza que refleja su semblante. Medinaceli de las bajamares de nuestras conciencias, porque no hace falta que nos mire para saber que nos ve hasta el último rincón de nuestro último fondo.
Quien sí ve a su Madre y le tiende su brazo es el Nazareno de los niños de La Isla que empiezan a ser nazarenos; Nuestro Jesús de los Afligidos. El Nazareno que a pesar de su cruz consuela a Su Madre; la Virgen que en La Isla comparte la Cruz con Su Hijo. Amargura, ¡qué nombre más triste!, qué momento más triste el de esa Virgen en el último abrazo de Su Hijo antes de morir. Con qué profundo respeto ha visto siempre La Isla el pasar majestuoso de este paso, filigrana del barroco. Dolor de Madre, consuelo del Hijo, ¡cuántos isleños hemos soñado con ser receptores de ese abrazo! ¡Cuántos hemos creído que sí, que es verdad que Cristo nos está abrazando! El Lunes Santo en la Plaza del Cristo hay que estar en los contraluces de la tarde, en el menudo paso de los penitentes de la última hornada, hay que ser padre para vigilar el cansancio del hijo, para darle ánimos, para enseñarle desde fuera a ser cofrade. El Lunes Santo hay que ser Isla para ser semillero de devociones, para llenarla de Avemarías, para hacerse toda ella calle de la Amargura. Amargura: qué nombre más triste tiene esta virgen tan nuestra, esta virgen de la que nuestra alma amarga y atormentada está deseando recibir el consuelo de su abrazo.
Como consuelo necesita quien suda sangre en el Huerto. La pesadilla de Getsemaní está en las calles de la Isla. Por tres veces sus discípulos más queridos se han quedado dormidos mientras Jesús ora y sufre. Antes les ha dicho: «Triste está mi alma hasta la muerte; quedaos aquí y velad conmigo.» Pero se quedan dormidos; los hombres, sus amigos, lo han abandonado. Ni siquiera cuando lo estén azotando, cuando lo estén clavando en la Cruz, Cristo sentirá más dolor; ningún dolor físico es superior al dolor del alma, ningún abandono es tan cruel como el abandono del amigo.
Es impresionante la expresión del Cristo en el Huerto; es la misma expresión que tenemos todos en nuestro interior cuando nos sentimos traicionados, cuando nos han vendido, cuando sabemos del vacío de la soledad. La calle Ancha, la bajada de la calle Ancha, tan tópica, tan entrañable, tan arrebatada, tiene también ángulos de sombras bajo los naranjos, en las sombras que los naranjos dejan en las paredes de cal. Allí, y en todos los resquicios de silencio de su recorrido, allí hay seres humanos con el mismo gesto desolado de Jesús, con el mismo miedo, con la misma angustia. Este pregonero ha visto esas mismas expresiones en los padres que aguardan el resultado de los análisis del hijo, de la operación del bulto que le salió en el cuello; en los pasillos de los juzgados, en La Isla que sufre pese a los inciensos y las trompetas del Estado del Bienestar; esa Isla que poco a poco está engrosando las filas en las penitencias de todos sus Cristos y de todas sus Vírgenes, cuando solo va quedando la fe en Dios como único recurso.
Pero a Cristo ya lo han prendido. Después de la zozobra, de la angustia de la espera, el sudor de sangre es un sudor frío; Cristo ya vuelve a estar sereno; ya ha puesto serenidad al impulsivo Pedro; ya ha llegado el momento de enfrentarse al dolor físico; por eso está sereno, por eso y porque ha aceptado la voluntad del Padre. El rumor de pisadas, el tropel de gente armada ha penetrado en el Huerto para prenderlo como un peligro público, como una amenaza. Todo a ras de tierra, sin arrogancia y sin heroísmo, con la alevosía de la nocturnidad y la traición del hermano. La inquietud ha dado paso a la serenidad, esa impresionante serenidad de Jesús cuando penetra majestuoso en el Parque, en nuestro Parque; toda La Isla es Getsemaní, toda La Isla quisiera rescatarlo viéndolo entre la maraña de árboles y luna, entre las sombras y las flores recién nacidas, toda La Isla prendida en su magia en el andar, en su mirada perdida que busca sin esperar nada; La Isla entera empieza a comprender la sinrazón de las injusticias; La Isla se conmueve porque ni sabiendo que la muerte final es inevitable, que es su muerte la que nos salva, ni siquiera así, La Isla puede evitar el grito sin voz que lo proclama víctima inocente.
Pero el Martes Santo hay otro grito dolorido, un grito que recorre nuestras calles estrellándose en las aristas de las almenas, cabalgando en los ecos que se pierden en la bahía. ¿Un grito, o quizás es el silencio que produce la incredulidad y la tragedia? Los únicos que quizá puedan decírnoslo sean los que han tenido un hijo muerto en sus brazos. Grito y silencio; las dos cosas. Grito, como un cuchillo que corta la confianza en Dios. Silencio porque en ese instante parece que Dios no existe. Así recorre la Virgen nuestras calles, con el Hijo irremediable, inexplicablemente muerto en su regazo. Podía haberse llamado Angustias pero le pusieron Caridad, dicen que por la ascendencia cartagenera de su primera Junta de Gobierno, y qué curioso que, al correr del tiempo, Caridad sea una de nuestras cofradías más isleñas.
Comprenderán que para este pregonero, Caridad forme parte de su melodía familiar, que se vea a él mismo con dieciséis, diecisiete años … «¿Me compra una papeleta para la Virgen de la Caridad?» ¡Cuántas veces repetida esta cantinela! O esta otra: «Buenas tardes, venimos postulando para la Virgen de la Caridad.» Subir escaleras; entrar en los vericuetos de los patios de vecinos; irrumpir, llenos de vergüenza, en aquellos talleres de costura, donde las modistillas ponían todo su empeño en dejar azorado al más lanzado, ¡y vaya si lo conseguían! Llegar a las casas, ser recibidos, en algunas, con mucho misterio; en otras, con toda la confianza, como si nos conocieran de toda la vida … entrar hasta la cocina …, ¡ ayudar a pelar un pollo…! Música familiar en el tejido de cáñamo y seda de La Isla, donde a los postulantes hasta nos invitaban a café; y porque siempre llevábamos prisa, que si no hasta café con leche y migote, o una tacita de caldo del puchero.
Cáñamo y seda, como sus gentes, su historia, sus calles… que la Isla tiene aún calles recoletas que ni los especuladores contumaces, ni los controvertidos planes urbanísticos han podido matar del todo; pasear por ellas, sobre todo a determinadas horas del día o según en qué épocas, nos transportan a esa otra Isla que este pregonero se empeña en ver latiendo bajo la enfática ciudad de San Fernando. Sin embargo, sí es cierto que existen rincones, vericuetos de calles donde el tiempo se ha quedado prisionero, como en los baúles de los recuerdos.
Casi todo el itinerario de esa Virgen bellísima, esa dolorosa de soledad y silencio que es la Madre Amable de la Isla, discurre por esa urdimbre añeja de calles entrañables y sin profanar que sirven para que el encuentro de la Señora sencilla con las devociones sencillas se produzcan en la intimidad, como las oraciones que nacen del corazón, como las oraciones que no se rezan sino que se sienten al compás de los pulsos.
Los siervos de María, la orden de los Servitas, desde el viejo corazón de La Isla, nos arrastra, nos remonta a La Isla eterna que no quiere morir porque vive en el espíritu joven de los cofrades, en la fe sin heraldos ni trompetas, en la humilde elocuencia de la plegaria y de la ascética humildad de la Madre Amable a la serena muerte, a la severa muerte del Cristo castellano que le da norte a toda la Isla que mira al norte, donde se cuajan de frío los aires salados de la bahía.
El pregonero no puede olvidar que a las plantas de este Cristo, en su iglesia, recibió el sacramento de la confirmación, junto a cientos de niños, de diez, once años, todos atemorizados por la supuesta severidad del obispo, por su mitra blanca, por sus misteriosas gafas de cristales amarillos. Es lógico que ni el tiempo transcurrido haya borrado la imagen de aquellas extrañas gafas ni la expresión de aquel Cristo, su mechón de pelo quieto, la quietud de su muerte reciente. Tampoco es extraño que aquel amarillo obsesivo sea un puente con el amarillo abacá de la faja de los penitentes más severos de la Isla, y la severidad infundada de aquella ceremonia se asocie a la severidad cierta de esta cofradía, anhelo de tantos, espejo de todos. Porque al verla cada año, a los isleños que venimos de lejos se nos despierta la Isla dormida que llevamos dentro.
Era costumbre común en muchos padres considerar ya hombre hecho y derecho al hijo en el instante mismo en el que, alargándole la petaca, compartían juntos el primer cigarrillo. La edad podía oscilar; para unos el momento justo era el abrazo apretado después de la Jura de Bandera; para otros, mucho antes de esa mayoría de edad oficial: la emoción del primer jornal tempranero del hijo, motivo sobrado para compartir el tabaco del padre. Pero aquí, a falta de uno u otro momento, el certificado válido para demostrar que ya se había llegado a hombre era poder salir de hermano de fila en la Vera Cruz; en La Isla era tanto como la prueba de fuego de la hombría: que se podía asumir la disciplina del silencio, del recogimiento, de la penitencia en suma.
Este pregonero recuerda a un amigo en ese trance de ir por primera vez al almacén de la hermandad a recoger su túnica. Fuimos tres o cuatro íntimos a acompañarlo, todos más pequeños, envidiosos, envalentonados y con la seriedad de los que acompañan al que se va a examinar, o al novillero en su debut con picadores. Al llegar a la esquina del almacén, después de un momento de duda nuestro amigo, armándose de valor, dijo: «Dejadme solo». Cuando volvió con su . túnica bajo el brazo, ya era otro, él había demostrado que había llegado a hombre, y aquel año lo seguimos de lejos, como si fuera un héroe de leyenda. ¡Cristo de la Vera Cruz!, crisol de hombres de la Isla.
Como esos otros hombres, enteros, curtidos por el trabajo pero alumbrados de la juventud de mil primaveras, que nos traen desde tan lejos a Jesús del Gran Poder y a su madre del Amor, la virgen que tiene palio transparente para que la besen los soles de la tarde.
Dicen los sociólogos tratadistas de la Semana Santa que las cofradías, tradicionalmente, han servido como lanzaderas, como nexos de unión entre los barrios periféricos y el centro de las ciudades. En La Isla, los barrios los tuvimos siempre tan a mano que nunca llegamos a notar este fenómeno. Pero seguro que los tratadistas, al hablar de barrios se refieren a esos mazacotes de edificios, poblados por gentes de mil orígenes que vienen atraídas por los reflejos de las ciudades y que en ellas encuentran trabajo y acomodo, aunque añorando siempre la tierra de donde vinieron. También pueden referirse a esos otros, vecinos de circunstancias, que usan el barrio como solar de dormitorio hasta convertirlos en guetos insolidarios. La Barriada Bazán no se amasó de ninguna de esas formas. La Isla, un buen día, se cansó de vivir en accesorias, en patios de vecinos, en chabolas de latas encaladas, porque el sudor del trabajo honrado es incompatible con la miseria; así nació la Barriada, que no hace falta añadirle nada más para entendemos. Y ese trozo de Isla nueva, al pasar los años, nos regaló un cristo con nombre de ecos universales. Gran Poder no es un nazareno abatido por el peso de la cruz. Gran Poder es un cristo vertical que soporta todo peso con rictus de tristeza pero sin descomponer la figura, como cualquiera de sus vecinos de Barriada, como todos los que se sacrifican en silencio, como todos los que quieren vivir con dignidad, como todos los que defienden sus derechos, soportando el peso de la cruz por negarse a ser sobornados, por ser fieles a sus compromisos, leales con la conciencia propia, por estar amasados con la casta de los que no se rinden, de los que van derramando sus vidas en las vidas de los demás, para que los demás florezcan. Cristo del Gran Poder, cristo vertical del Gran Poder que da su vida por defender las verdades que no necesitan ni de intermediarios ni de pregoneros.
La Isla siempre tuvo tres puertas que daban a la mar, tan cerca y tan lejos siempre. La primera a los pies mismos del Ayuntamiento, el Zaporito, abrigado de serrerías, de varaderos con carpinteros de ribera y candrais de saladas bodegas; la segunda, Gallineras, salpicada de casas humildes, como un rosario de miserias y una flota de faluchos para la bajura del palangre; la tercera, en un barrio hecho entre huertas y chumberas, entre la pólvora de Fadricas y la Fábrica del Taller de Torre que bordaba el trabajo artillero: La Casería, la puerta abierta al mar que siempre estuvo cerrado para la Isla, el mar de la bahía, más paisaje de fondo que realidad tangible. Pero La Casería, tan olvidada siempre, nos devuelve un Cristo que viene perdonando, un vía crucis salpicando su camino, reguero de piedad para ir y para volver, para que dos pedazos de Isla puedan abrazarse rezando.
¡Qué bonito hubiera sido que le cuajara el nombre de Cristo de los Navegantes!, aunque Perdón sea la palabra más hermosa que, junto con amor, jamás se haya escrito. Nuestro Cristo del Perdón es un cristo de pecho abierto, no es un cuerpo exangüe clavado a un madero, es un cuerpo triunfante pese a la muerte próxima, triunfante porque muere perdonando. A pecho abierto, como se reciben los golpes de la mar embravecida, como afrontan los sacrificios los corazones generosos que saben perdonar.
Y, sin darnos cuenta, qué callado, qué suave se nos vino el Jueves Santo con el Perdón como Cruz de guía, como presagio de la madrugada de las madrugadas. Qué serenidad de Jueves Santo estirando su crepúsculo en el bullicio de la Isla, en el horizonte de mantillas, en el runrún de la calle, presagio de los grandes acontecimientos. Qué reflejos de luces violeta en las almenas altas, en la espadaña de la iglesia pastoreña cuando, morado sobre oro, el Cristo de la Misericordia emboca la Plaza. Jesús de la Misericordia tiene la limosna de una ayuda forzada, que le dura poco; Simón “el Cirineo” viene del campo, de sus labores, de sus asuntos, y se encuentra con Él camino del Calvario. Simón es fuerte, y es requisado para aliviarle de su pesada carga, para que Jesús no muera por el camino. Nada dice el evangelio si, además de fuerza, Simón tuvo compasión de aquél inocente, o si sólo tuvo el compromiso obligado. No sería de extrañar porque suele ocurrir: Simón y todos los que ayudamos por compromiso, todos los que ayudamos por rutina, de cara a la galería … porque no es tan difícil acallar la conciencia, total … por una vez … ; pero esquivando el corazón, volviendo el rostro, aprovechando que no nos vea nadie. Pero la Santa Mujer Verónica ha impreso en su lienzo el rostro de Aquél que está sufriendo, un lienzo que es el espejo del sufrimiento; quizás si una Verónica implacable imprimiera el verdadero rostro de cada uno de nosotros … quizás huyéramos despavoridos, quizás no tuviéramos otro refugio que la Piedad de la Madre, o perdemos por las calles de La Isla llenas de Cristos en esa noche santa, en esa noche mágica que será pequeña para contener los suspiros, para llenarla de plegarias, para esconder todas nuestras mentiras, para cerrar los oídos y negar el grito de Jesús que está expirando.
Silencio. Las calles se ponen propicias al paso del Cristo del Silencio. Sólo se oye el crujir de la cruz, el rozar de los pies, el jadeo de los cargadores y esa música que es lamento, o vuelo bajo de tristeza, o viento frío que hiela el alma. Silencio. Sólo se oyen nuestras conciencias dormidas, los propósitos fallidos, los recuerdos olvidados que reviven al paso de este cristo de nuestra infancia, el primero que nació en la Isla, al que llegamos a rezarle con la fe sin dudas, hermosa y primeriza; al que engañamos con aquellas promesas que nunca fuimos capaces de cumplir, porque nos perdimos en otros saberes más complejos, porque bebimos en otras fuentes más profanas, porque perdimos el pulso de nuestra vida o, ¡quién sabe!, si nuestra propia vida so pretexto de intelectuales sofismas.
No. No todo es candelería de plata y cimbreo de varales en nuestra Semana Santa; estamos obligados a proclamarlo, a gritarlo si preciso fuera para que no nos confundan, para que no nos ofendan cuando quieren reducimos a “sentimentaloides” religiosos, a maquilladores de imágenes, a masoquistas del dolor y de la sangre.
Tenemos que gritar sin voces cómo nos consuela acompañar a una virgen triste, que llora por el Hijo que aún no lleva delante y que a pesar de todo nos sonríe, nos anima porque nos sabe, ¡tan desamparados … !, que nos da su manto protector, su regazo de madre para descansar en ella este cansancio de días iguales, esta angustia pequeña que nos roe, este egoísmo que nos rinde. Desamparados, sí, si no hubiera Dios ni cielo que nos redimiera; Desamparados, nunca, si hay Madre que nos consuele.
Pero aún hay tiempo. A las dos sonarán las campanadas y un rayo de luz herirá una cruz en el dintel de la iglesia. La Isla será ayer, La Isla se hará eterna. Cuando Jesús predicaba en Galilea, las gentes lo seguían, allá por donde Él iba, tras sus palabras de amor y esperanza; familias enteras, con los niños dormidos en los brazos, abandonaban sus casas para estar cerca, para poder tocarlo. ¿Qué ha variado desde entonces en esta madrugada isleña? Desde el fondo de las Callejuelas, desde las Gallineras de fango y de salitre, desde las huertas de la Marquina y el Pedroso, desde la Ardila hasta la Casería, familias enteras, abrazadas a sus niños dormidos, querrán abrazarlo a Él, un año más; algunos llegarán renqueantes porque los años no perdonan, pero no pueden fallar, por si es el último, porque están convencidos que Jesús pasa lista, porque están seguros que su Nazareno sabe el nombre y el apellido de cada uno. Los escépticos dirán que es fanatismo, pero, ¿qué ocurre cuando no hay más esperanza que Dios? ¿Qué se puede hacer cuando Dios es el último recurso? Este pregonero quisiera poder describir a esa Isla extasiada, sonámbula, fervorosa que sigue a Jesús Nazareno, que espera a Jesús Nazareno, que parece que no mira, pero que siente cada mirada, que oye cada ruego, que lleva en su Cruz el dolor de La Isla. Al Nazareno se le sigue o se le espera a pie firme, perdido entre las gentes y la obscuridad, para verlo avanzar despacio con su paso estremecido, para rezarle sin palabras, para pedirle con el alma; como aquel hombre recio, inolvidable, que sin darse cuenta de que hablaba en voz alta empezó a decir: «Padre nuestro Nazareno que estás en los cielos, santificado sea Tu Nombre … Santificado sea Tu Nombre … Padre mío que estás en los cielos… Padre mío, Nazareno, ¡ayúdame!, que se me ha olvidado el Padrenuestro, pero ayúdame que no puedo más … ¡Que no puedo más! …
¿Y esto es fanatismo? ¿Existiría la desesperación si fuéramos solidarios? ¿Qué grado de soledad tendría aquel hombre que lloraba sin saberlo? ¿Es que el abandono, la soledad, el dolor de aquel hombre no compendiaban toda la Pasión de Cristo? ¿O es que la Pasión de Cristo sólo queremos verla desde los folletos turísticos, desde los carteles de colorines, desde las tribunas confortables, desde el fenómeno económico que provoca?
Madrugada de las madrugadas. Calles de La Isla, Viernes Santo de Cristo Nazareno, siguiendo al Cristo Nazareno, roto por los quejidos de las saetas, saetas que no son concesiones de los cantaores meritorios que buscan los aplausos, sino auténtico llanto quebrado, música seca del corazón del pueblo que llora cantando. Madrugada de las madrugadas en los primeros escalofríos de la aurora, cuando el Nazareno remonta la cuesta de Capitanía y la música calienta el sudor de los cargadores, y se disipa el cansancio de la noche, y una pleamar de almas se agita cuando Jesús llega a la plaza Ya es de día, el primer sol le sirvió de aureola mientras subía y, ahora, en ese fondo frente a su iglesia, le borra las sombras y el frío de la noche. Durante la madrugada lo han llenado de rezos, lo han traspasado de miradas que fueron plegarias, que fueron besos. La luz de la mañana deja ver un amasijo de pena y confianza, toda la calle es un reguero de esperanza renacida, porque ahora, ahora sí podemos creer, creemos firmemente que Jesús atenderá nuestros ruegos, nos hará mejores, resucitará glorioso, en cada uno de nosotros. ¡Nazareno de la Isla, amor de la Isla nazarena!
Cuando se cierran por fin las puertas, la Plaza de la Iglesia se queda sola; la Isla, que veló la madrugada, está llena de imágenes imborrables que se guardarán en los recodos de la memoria para rescatarlas cuando sean necesarias: cuando cunda la desesperanza y flaqueen las fuerzas. La Isla, con el sol puesto, busca en el silencio el descanso de toda la noche a cuestas.
Y llega la tarde. Cristo ha muerto. Lo llevan en un lienzo blanco; lo sabe la Virgen de nácar que lo sigue en la distancia, que lo lleva en el corazón, como cada isleño lleva a esta Soledad, compendio de todos los dolores, de todas la amarguras, de todos los desamparos de todas las vírgenes de La Isla. Hubo un tiempo en el que esta Soledad, tras la urna del Hijo, llegaba hasta el Carmen, y cuando el Hijo entraba en su iglesia, a Ella, al intentarlo también, le cerraban la puerta. Y llamaba. Por tres veces llamaba y por otras tantas se entreabrían las pesadas hojas claveteadas, para volver a cerrárselas con brusquedad en el momento en el que a la Señora parecía que por fin iban a dejarla entrar. La última de las llamadas, el eco de los golpes, se perdía en la noche, como las lágrimas de los que vivíamos aquellos momentos, como la Virgen, más Soledad que nunca, que volvía sobre sus pasos, no a hombros de sus cargadores, sino sobre los corazones entristecidos de los que la acompañábamos hasta su templo. Virgen de la Soledad: esencia de la ternura y el señorío de La Isla
Han pasado muchos años desde aquella tarde desolada del abandono del Cristo yacente entre la tormenta y el fuerte aguacero. Pasaron, también, aquellos en los que este pregonero fue un granito en el reloj de arena de esta hermandad, como pasó el tiempo de la ausencia, como vive ahora el de los encuentros con las viejas devociones, con las viejas emociones que son más hondas cuanto más familiar es la música que las acompaña Por eso sigue a su Santo Entierro desde lejos, por eso lo ve pasar en los ángulos muertos de las sombras, porque en la intimidad de sus recuerdos está la lágrima indiscreta, la oración sin palabras, el orgullo de haber ayudado, siquiera un poco, a vencer los tiempos difíciles que otros han sabido multiplicar en esplendor, austeridad y recogimiento. Es el misterio que guardan las imágenes que nos enseñaron a querer desde pequeños, es esa otra dimensión, más allá de sus límites físicos, que las convierten en espejos de lo que fuimos, porque esas queridas imágenes, no están talladas con gubias de acero, sino con nuestras propias plegarias, con las de nuestros padres, y basta mirarlas para reconocer bajo el estuco, grabado a fuego, el avemaría, la salve de nuestra madre, aquella vez ¿recuerdas? , aquella vez que tuvimos tanta fiebre… cuando su oración era la sobredosis de fe, de confianza en lo divino, que las madres siempre añaden al tratamiento del médico.
Es bueno, y necesario, que nuestro Señor del Santo Entierro siga teniendo una urna de cristal. Es bueno y necesario que nuestro Señor del Santo Entierro siga teniendo una urna de cristal para poder contemplar su muerte dulce, para consolamos con la dulzura de Su Imagen. Es bueno y necesario que nuestro Señor del Santo Entierro tenga una urna de cristal para que siga reflejando, multiplicada, esperanzadoramente, su muerte imposible.
Y llega el último acto del drama. Casi veinticuatro horas después de aquellas dos campanadas tumultuarias, sonará, en los linderos del Parque, la campana de la pena, la última campana del silencio, y una Virgen, patéticamente sola, buscará a su hijo por las calles de La Isla, dejando a su paso un reguero de rezos, una angustia desolada, un frío de distinta madrugada, un dolor sin gemido, seco y desesperado.
Sobre su paso breve, desprovisto de filigranas de plata, de cincelada candelaria, sin terciopelos bordados, sin repujados jarrones de flores exóticas, la Virgen buscará una respuesta imposible a su pregunta angustiada, mientras la acompañarán todas nuestras preguntas sin respuesta: El porqué seguimos crucificando a inocentes, el porqué de los desamores, el porqué de las guerras, el porqué de la droga, el porqué de las injusticias, el porqué de las traiciones, el porqué de las venganzas, el porque de los odios … el porqué, Dios mío, ¡por qué mueren los niños!
No, no está sola la Virgen del Rosario Doloroso, sobre Ella, como la cruz del Hijo, lleva todas nuestras preguntas sin respuesta y también la respuesta que nosotros sabemos y Ella todavía no: que el sufrimiento está llegando a su final, que ya sabemos, que su Hijo resucitará, que nos dará a todos vida eterna. Pero Ella no nació sólo para alumbrar a Cristo, no nació sólo para amamos, sino para ofrecemos también la última lección con su dolor hasta el límite: a pesar de ser Ella tendrá que beber hasta la última gota amarga de su cáliz, como cada uno de nosotros tendremos que apurar el nuestro.
Desde el Domingo de Ramos, cada hermandad ha sido una manifestación de piedad, un asombro, una punzada en cada conciencia que la fe, la sensibilidad y el arte se han unido para socavar altanerías, para abatir orgullos, para desterrar egoísmos, para elevar nuestro dolor al dolor de Cristo; desde el Domingo de Ramos, cada hermandad ha ido sembrando la Isla de momentos sublimes para que nos encontremos con las verdades sencillas que nos son tan necesarias, para llegar, bautizados de nuevo, a ese otro domingo triunfal que se aproxima donde cantarán alegres los gallos de todos los arrepentimientos; desde el Domingo de Ramos todas las hermandades han unido su fuerza para canalizar un único torrente que nos lava y purifica, que nos prepara para la redención prometida.
Pero como el apóstol incrédulo, tendremos que ver a Cristo resucitado, para afirmar que ha renacido la primavera, que la paz es posible, que la libertad no es un sueño, porque todo eso, es decir Cristo vivo, o renace dentro de nosotros y lo reconocemos en nuestros semejantes, o no lo tendremos en ninguna parte. Tendremos que meter nuestros dedos, no en el costado de Jesús, sino en nuestro propio costado para que mane la sangre mala que nos sobra, la mala sangre que nos pudre, que nos impide el perdón sin condiciones, el olvido de la ofensa que nos impide el abrazo fraterno.
Aún estamos a tiempo. Desde este Domingo de Pasión, pórtico de la Semana Santa, se nos abren dos caminos para salir al encuentro del Dios que quisimos humanizar con la fuerza del realismo, con la dramática imaginería del barroco para hacerlo más próximo, más comprensible. El primer camino se queda en el plano de la estética y corremos el riesgo de convertirnos en sibaritas de los sentidos, espectadores de la armonía, degustadores de la belleza, jueces de lo superfluo, usuarios exclusivos y excluyentes de las tradiciones auténticas o inventadas.
El segundo camino es mucho más sencillo, para el que no se necesitan ni erudición específica, ni estar en los secretos de cánones estéticos, ni siquiera se precisan especiales conocimientos teológicos; bastará con que asumamos que somos, a un tiempo, látigo que golpea y carne dolorida, verdugos y víctimas, Cruz de Cristo y lágrima de Virgen. Bastará con que las trompetas no las empleemos para mecernos complacidos, sino para despertar muestras conciencias. Bastará que las llamas de los cirios no sean recurso efectista, sino hogueras del testimonio de nuestra fe. Bastará que las ascuas y el incienso no sean exclusivamente difusores de olores exóticos, sino fuego cauterizador y esencia de nuestras almas purificadas. Bastará que la Semana Santa no sea solo un rótulo de purpurina en un cartel, sino huella cristiana de nuestra existencia.
El niño de luto del principio, aquel que sin pretenderlo, hace, ¡cuántos años!, oyó su primer pregón, a buen seguro que está hoy, aquí, tan asustado como entonces, tan encogido como entonces, tan asombrado como entonces. A lo mejor está escondido en uno de esos recodos de nuestros disimulos, a lo mejor acusándonos de nuestras tibiezas, a lo mejor dolorido entre los recuerdos del ayer imposible, a lo mejor decepcionado porque este pregón no le ha inquietado como aquél que le rasgó el velo de su impunidad, a lo mejor porque este pregonero no ha sabido cantar con versos consonantes a los cristos y a las vírgenes de su tierra, porque ha pretendido y preferido mostrar otra cara de La Isla: La Isla del sufrimiento y del sentimiento, la Isla de los temores y las soledades, La Isla de las devociones y los silencios, la que sólo encuentra consuelo en sus cristos y sus vírgenes, la que ve en el dolor de sus Cristos su propio dolor, y en las lágrimas de su Vírgenes sus propias lágrimas, la que ve en su Semana Santa una oportunidad para su arrepentimiento y para encontrarse con su Dios olvidado, con su Dios necesario.
Y quizás se repita la historia. Para unos llegará el Domingo de Ramos para adoptar las mismas posturas, para aceptar las mismas frivolidades, para repetir los mismos gestos vacíos mientras se ahoga al niño de nuestro interior que aún tiene capacidad de asombro, capacidad de dolor; para otros, será el momento de aferrarnos a él como único recurso, como única credencial de inocencia para presentarnos ante el Cristo que resucita, ante el Cristo que nos redime, ante el Cristo que nos salva.
Si así fuera, florecerá la sonrisa del alma de La Isla y voltearán jubilosas todas sus campanas.