Pregón Conmemorativo del 250 Aniversario de la Fundación de la Cofradía de la Soledad
Iglesia Mayor de San Fernando, 15 de Marzo de 1997
Soledad y soledades
Y allí estaba Ella.
Cuentan las viejas crónicas que una radiante mañana del mes de noviembre de l690, partiendo desde Cádiz por mar y desembarcando en el Puente Zuazo, llegó a La Isla una virgen procedente de Indias, regalo de una piadosa señora, para ser entronizada en la iglesia que unos frailes, con sus propias manos, habían erigido para albergarla.
Fray Gerónimo de la Concepción, que es el que da los detalles, cuenta cómo la virgen, al llegar a tierra, es conducida a la iglesia de Santa María del Castillo, y entregada a la Corregidora para que la vistiese, adornase y preparase en unas andas de la propia parroquia para llevarla en solemne procesión —posiblemente la primera de gloria y alabanza que se organiza en la Isla para atravesarla toda—, desde ese viejo Castillo al extremo opuesto, hasta la iglesia provisional que, en un tiempo increíble, casi milagrosamente, ha nacido junto a esa casa misteriosa a la que llaman “de los diablos”.
No hay en los anales fiesta mayor que la de ese día. Se ha puesto en marcha el reloj de la historia de La Isla. Oficialmente ha llegado a ella su primera ciudadana. Ha llegado a su casa la Virgen del Carmen.
Les invito a que reconstruyamos en nuestra imaginación, a que recorramos aquella Isla casi prehistórica.
La Isla no tiene entonces más allá de ochocientos vecinos y un caserío agrupado en torno al Castillo; todo lo demás es un largo y polvoriento camino que llega hasta Cádiz; todo lo demás, antes de que comiencen los arenales de las playas, los juncos y las marismas, son tapiales de hermosas fincas que forman la calle, fincas enormes de casonas dispersas entre arboledas y jardines que, al decir de los cronistas, recuerdan un Aranjuez silvestre de cielos más azules. Son las haciendas de los ricos que en Cádiz trafican con las Indias, los ricos del comercio del cacao y la caña de azúcar, de las especias y de la plata, y de esas plantas a medio secar cuyas hojas, liadas y apretadas en forma de canuto, dejan arder para aspirar su humo. Cádiz es la puerta de las Indias, y La Isla de León el solar donde descansan sus ricos hombres de negocios.
La otra población la forman menestrales, artesanos de jubones de cuero y pantalones a media pierna. La otra población, esa que censada no llega a los ochocientos habitantes, se agrupan en torno a un Castillo y a un Carenero en la ribera de un caño salado que ciñe a La Isla de norte a sur y que la separa del resto de España.
Pero aquella luminosa mañana de noviembre de 1680, todos lucen sus mejores galas: jubones de paño verde, pardo o carmesí, basquiñas de encajes, floridas faldas de sarga. Desde antes del alba van y vienen inquietos mirando la bocana del caño que da a la Bahía, acompañando a los soldados de gran gala que andan y desandan el camino del Castillo a los baluartes y de los baluartes al caserío, haciendo sonar pífanos y tambores para, jubilosos, dar la alborada al tiempo que una escuadra de escopeteros, de trecho en trecho, lanza cerradas salvas de honores.
Pero cuando la procesión sale del Castillo, cuando esa primavera multicolor que acompaña a la Virgen del Carmen hasta su iglesia ya solo es un rumor lejano, Santa María del Castillo queda de nuevo en silencio.
Nadie se ha atrevido a describir sus muros y es vaga su actividad como parroquia aunque se supone que debió de ser considerable a tenor del inventario que nos ha llegado de sus enseres y lo que, todavía de ella se conserva: esta Virgen del Rosario, aquel San Miguel, este San Antonio, la Virgen Dolorosa de los Servitas… y, aunque de impreciso paradero también, consta la existencia de una Virgen de la Esperanza y un Cristo de la Caridad. La imaginería de las iglesias o, mejor, de las parroquias de entonces, gravitaban sobre una trilogía en la que la divinidad estaba representada por un Cristo, el pueblo terrenal por un San Juan, y la imagen mediadora por una virgen que en el caso de la Iglesia de Santa María del Castillo bien pudo ser esta Soledad nuestra.
Luego Ella pudo estar allí. Nuestra Santísima Madre de la Soledad pudo estar allí viendo cómo acicalaban a esa otra virgen indiana que por mar había llegado. Nuestra Madre de la Soledad pudo contemplarlo todo con sus ojos de pena y una cálida bienvenida en su corazón, igual que Ella ya pudo estar en el corazón de todos los que, sin saberlo, estaban ayudando al nacimiento de un pueblo; igual que Ella recogió, en su advocación, el miedo, los temores primerizos de aquellos primeros pobladores de La Isla: la eterna angustia del hombre a su propia soledad.
Indaguen, pregunten, comprueben, y verán cómo la Virgen de la Soledad está en la raíz de muchos pueblos, en el principio de muchas devociones, en el origen de muchos movimientos cofrades.
Indaguen, y comprobarán cómo Soledad es la fuente de donde han manado centenares de vírgenes necesarias; cómo Soledad es el punto cero, el arranque de un amor insustituible, la más sencilla expresión de ternura hacia la Madre que, vacía del cuerpo de su Hijo, no quiso, no pudo llamarse sino Soledad.
Señores…:
Con el profundo respeto que merece la historia; con la serena alegría del que puede pregonar su amor de hijo; con el recuerdo puesto en los que, desde hace doscientos cincuenta años, han ido dejando un reguero de fe; con la sincera gratitud para los que quisieron que les prestara mi voz, que nunca será extraña si es la voz del corazón de todos; con la emoción propia de este momento solemne y consciente de que, una vez más, Dios me sale al encuentro para pedirme un adelanto a cuenta de los talentos que me dio; con esa mezcla indefinida de sentimientos, la certeza de la ayuda de Ella, y la fuerza alentadora de los corazones de todos los que en la soledad de Ella encuentran refugio y consuelo, sean mis palabras más oración que canto, más reflexión que discurso, ocasión propicia para mirarnos hacia adentro y descubrir el centro de nuestros gritos, la necesidad de Madre, el miedo a nuestra pavorosa soledad.
Quisiera agradecer, naturalmente, a Antonio Moreno sus palabras de presentación. Si ahí, sentado en ese sillón, preside como Alcalde, aquí, apoyado en este mismo atril, ha hablado como amigo, y al amigo se le perdona hasta las exageraciones, incluso cuando como él ha hecho ahora, haya recurrido a su corazón de amigo para dejarlo hablar, lo cual no es extraño porque casi siempre habla su corazón antes que su cerebro, y no vale que se le advierta porque él está convencido que solo el corazón es el único que no traiciona, que dice siempre su verdad. Aunque esa verdad conlleve un riesgo añadido que él siempre asume con generosidad. Gracias, Antonio; como amigo estoy a la recíproca.
Doscientos cincuenta años.
Han transcurrido, al menos, doscientos cincuenta años.
Las cofradías, que tan celosas son de todo cuanto les concierne, tienen, en no pocos casos, unos imprecisos orígenes que si bien a unas les sirve para fabricarse sus historias a medida de sus deseos, a otras les sirve para dejar abierta la puerta al mito y al misterio, para dejar en el aire una vaga estela sobrenatural, como si no fuera suficiente su cuerpo articulado en las devociones de sus hermanos, de los fieles en general, y necesitara de un alma, esa huella divina que se acuña en leyenda y con la que se fabrican tradiciones de fáciles arraigos.
Por esta razón, a falta del marchamo grabado a fuego, se ha conjeturado que la Santísima Virgen de la Soledad, esta Virgen de la Soledad, pudo haber asistido a la génesis de La Isla, que contemplara el júbilo de la llegada y la gloria de otra virgen llamada para reinar en el corazón de todos los isleños.
Lo que no es una suposición, sino una certeza, es que doscientos cincuenta años sí son años más que suficientes como para intentar mirarnos a través del tiempo, para intentar adentrarnos en el misterio de que, siendo como somos, algo tan sutil como una concreta devoción nos haya durado tanto, nos dure tanto.
No está en mi ánimo hacer de historiador de urgencia, pero muchas veces la necesidad de comprensión de un fenómeno insólito nos obliga a analizar las circunstancias que lo rodearon, y si el tiempo ha sido, en no pocas ocasiones, el ariete que ha derribado lo intrascendente, también el tiempo ha sido el encargado de afianzar lo auténtico, sobre todo en la Isla que tantas veces se confunde el ser con el estar, hasta el punto de que ser o no ser depende del estar, del tiempo que se está.
Un dato a tener en cuenta es cuando, fuera de aquí, decimos que somos isleños, de La Isla. Nuestro interlocutor, o tiene un cierto nivel, o sabe que no estamos definiendo nuestro territorio geográficamente, tan leve es el puente Zuazo y tan material es nuestra unión con Cádiz. Cuando nos decimos isleños estamos, quizá, marcando una actitud, un carácter, algo que no se puede afirmar cuando decimos, simplemente, que somos de San Fernando, porque en la meseta al menos, San Fernando sólo hay uno: el de Henares, y nuestro interlocutor o se queda con semblante perplejo o es que, de uniforme, ha conocido la calle Real, el levante, Camposoto y las carreras de última hora por el Paseo de Lobo con la mano en el lepanto y el arresto en el pensamiento.
Lo que pretendo decir es que, precisamente por ese carácter que aludo, por esa vocación de isleños, por ese aire cierto de independencia de celo común para defender lo que entendemos como nuestro, puede estar una de las razones por las que lo que consideramos auténtico, esta hermandad está celebrando sus primeros doscientos cincuenta años de vida fecunda.
También debemos tener en cuenta, como ya se ha señalado, que Soledad es, en muchísimos lugares, una advocación primeriza, y si en este caso concreto pudo coincidir con el nacimiento de la Isla como pueblo, la propia historia de la hermandad es nuestra propia historia; es decir la de nuestras devociones, la de nuestra propia fe, la expresión más genuina de nuestros miedos, porque Soledad como cofradía, ya lo hemos dicho, no fue solo un impulso de amor hacia una imagen dolorosa, sino vehículo para el tránsito santificado hacia la otra vida.
Ése parece ser el arranque: agruparse en torno a esta imagen, rendirle culto y costear el entierro de los hermanos cuando éstos fallecieran. Desde 1713 que figura la donación de una diadema para Nuestra Señora, y aún antes, en un inventario de la capilla de Santa María del Castillo en el que figuran enseres catalogados como propios, la virgen de la Soledad está en la devoción de los isleños. Que se tome como fecha oficial de partida el año 1747 se debe a que es la que figura en el primer libro de cuentas de la Hermandad, y que ésta no es partidaria de orígenes imprecisos ni necesita de leyendas sobrenaturales.
Recorrer, por tanto, paso a paso, la historia de la Hermandad es recorrer la primera historia de La Isla que fue verdaderamente trepidante.
En muy pocos años, desde 1750 a 1769 La Isla pasa de los ochocientos vecinos a casi los veinticuatro mil. ¿Qué ha pasado? Que La Isla de León se convierte en el exponente más claro de la filosofía que alumbra el Siglo de las Luces: el arte y la industria para remediar las carencias de la naturaleza.
Pero hace falta conocer de dónde partimos.
Sobre La Isla, desde Felipe IV, en 1651, pesaba una prohibición expresa de que en su solar no se hiciese poblado, “con pena de perdimiento de casas a sus dueños y de galeras a los alarifes que las fabricasen”; prohibición que después mantuvo Carlos II, en 1695, y que el propio Felipe V confirma en 1731 y el mismo Consejo de Castilla, en 1743, decretando las mismas penas. La Isla de León vive bajo el peso indudable de Cádiz y su influencia en la Corte. Las razones hay que buscarlas en el temor de la capital a que en sus mismas puertas se instale un núcleo importante de población, ya que al ser éste el único paso por tierra, no sólo por el derecho natural de alimentarse primero, sino porque los traficantes se excusarían del coste y tiempo de seis leguas de viaje, tres de ida y tres de vuelta, Cádiz no podía ver con buenos ojos ni que en La Isla se asentase un contingente importante de población, ni que se confirmase el proyecto de trasladar aquí el Cuerpo de Marina, por la pérdida de sueldos que ello significaría, por la devaluación de su catastro y porque irremediablemente decaería su comercio, lo cual ocasionaría —aducen astutamente— un grave perjuicio a las fundaciones de obras pías. Visto desde la perspectiva de hoy, aparte de esas razones que parecen bien fundamentadas, la íntima raíz de todo puede que estuviera en que ya La Isla no seguiría siendo solar exclusivo para retiro y recreo de los hacendados de Cádiz, esto es, de los que decidían, que se verían privados de este desahogo para reparar sus fatigados ánimos, alterados por los afanes de sus ocupaciones y tratos mercantiles.
Traer aquí estas singularidades no tiene por objeto añadir ninguna nota erudita sino subrayar unas circunstancias que, como decía, nos ayudan a poder definirnos.
Tantos inconvenientes nos pusieron para nacer como pueblo, que cuando lo conseguimos ya fuimos un poco ariscos, celosos de lo nuestro, defensores de lo que conseguíamos y orgullosos de todo cuanto íbamos consiguiendo. Es cierto el papel que la Armada desempeña en nuestro nacimiento y desarrollo, pero también somos conscientes que como pueblo de nuevo cuño, penetran más rápidamente las nuevas corrientes industriales, la nueva forma de pensar, la nueva concepción de la vida que es capaz de concebir proyectos y realizaciones tan importantes como el Arsenal de La Carraca, primero en su género en España, o el Observatorio de Marina, único también y cuyo prestigio aún perdura.
Exponente claro de esta nueva Era es la concepción y ejecución del propio Ayuntamiento, así como las señoriales casas que, sustituyendo las viejas haciendas, van configurando el nuevo perfil de una ciudad moderna cuyo ejemplo más significativo es el Proyecto de la Ciudad de San Carlos.
Pero al mismo tiempo nace un pueblo que tiene en su fe, en su religiosidad, en la percepción de lo divino, unos motores de extraordinaria importancia. El Carmen, San Francisco, la Compañía de María, esta misma iglesia, la Pastora, el Cristo, e infinidad de capillas diseminadas por todo nuestro suelo desde Camposoto hasta la Casería, del Zaporito a Caño Herrera, salpican La Isla de altares para darle culto a nuestro Señor; eso sin contar las ricas haciendas que tenían capilla propia.
No es casual, pues, que en muy poco tiempo florecieran hermandades como la del Carmen, o la VOT de San Francisco de Asís, o la de San Antonio, Esperanza, Servitas, Santísimo Cristo de la Caridad, Soledad…
Soledad.
Desde que la Junta de Gobierno de esta Hermandad me hiciera el encargo de este pregón he venido muchas mañanas y me he sentado ahí, delante de la Virgen, para pedirle ayuda, para mirarla, para rezarle, para reencontrarme con Ella y preguntarle por su Soledad, para preguntarle por las soledades.
Que confiese que he estado ahí muchas mañanas no es para presumir de religiosidad, ¡qué más quisiera que poder hacerlo con verdad y fundamento! Decir que me he pasado horas a los pies de la Virgen es la forma más piadosa que encuentro para expresar mi miedo, mis miedos, podría decir. Uno, el que me invade días antes de estar en trance semejante a éste, cuando asumido el compromiso de estar aquí, debo hilvanar las ideas consciente de que no pueden ser sólo palabras, tópicos o lugares comunes, y que no bastan ni la poca o mucha experiencia, ni poner en el empeño los cinco sentidos, sino todos los sentimientos que puede guardar un pobre corazón de un pobre cristiano. El otro miedo es el que siempre he sentido por la soledad de los demás, por mi propia soledad.
Por eso me he quedado ahí, para encontrar un consuelo y una respuesta.
Lo he dicho al principio y lo subrayé en mi pregón de la Semana Santa de La Isla del año 94 que, inevitablemente, al mirar a esta imagen acudían a mi mente todo mi miedo ante la soledad propia y ante la soledad de mis semejantes.
Las imágenes que se fijan desde la niñez perviven a pesar de los años y las vivencias, y para mí, cada vez que el concepto de la soledad me roza, la imagen que pervive es aquella en la que esta Virgen volvía, sola, desde el Carmen, después de haber dejado allí el cuerpo de su Hijo muerto. Luego me han contado que aquella ceremonia no llegó a considerarse ni siquiera como una tradición, pero esta premisa no le resta fuerza para que hasta ahora ha sido para mí la perfecta representación plástica de la Soledad.
No cabe duda que la Semana Santa habla directamente a los sentidos y que, en su lenguaje, se conjugan desde el aire limpio de una primavera recién nacida, hasta un trasfondo de trompetas; desde los vagos olores de las flores sin olor que adornan los pasos, hasta el dulce olor del incienso y del clavo que nos despiertan los recuerdos del tiempo aquél que nos sirvió para amasar estos sentimientos.
Quizás por esas razones, cuando en aquella procesión de mi recuerdo, cuando la Virgen seguía los pasos del Hijo y formaba parte del cortejo oficial, —piquetes de soldados con los fusiles a la funerala, representaciones militares de gran gala, bandas de música, desfile de las fuerzas ante el Cristo Yacente—, y todo ese aparato, como una ola, moría en el Carmen, cuando el Santo Entierro entraba en su templo…; la vuelta de la Virgen —ya sin acompañamiento oficial obligado, sin los rutilantes uniformes y sin el empaque que prestaba la etiqueta—, la vuelta de la Virgen, digo, resultaba más patética, y su soledad se alzaba hasta atenazarnos de emoción, hasta poner lágrimas en los ojos y un nudo en las gargantas.
Pero si aquellas imágenes sirvieron para acuñar un concepto, después, en otros momentos, con la Virgen en la calle, nevado de flores su Paso, siguiendo a su Hijo al que llevan en un sudario blanco, su cara de nácar y su pena desbordada, también han seguido siendo no ya el paradigma de la soledad, sino de la impotencia, que es la más patética de las soledades.
Pese a todo, cambia mucho la perspectiva de ver a una imagen en su camarín a verla en la calle. En la calle hay ese arrebato colectivo, esa mezcla de sensaciones y sensibilidades, ese sentimiento estético como siempre que existen la conjunción intangible de la fe, el arte, los aromas, el peso de las tradiciones y la alegría de poder compartirlo con todos, aunque sea la solidaridad en el dolor.
Se diría, viendo las imágenes en la calle seguida por multitudes, que nunca van a estar solas, que esa explosión de amor, que los piropos y el entusiasmo van a durar siempre. Pero cuando pasa esa ola y vuelve la calma, cuando aquí, lejanos ya los timbres de las trompetas, rodeado de sonidos familiares, de la mirada de reojo de los fieles que rezan a otras imágenes, la realidad es otra distinta; si en la calle el rezo, cuando existe, se vuelve saeta, se vuelve música, se vuelve arrebato, aquí se vuelve susurro, se vuelve suspiro, se vuelve diálogo sin palabras, que es el lenguaje del entendimiento, la clave para empezar a comprender lo incomprensible, la llave para abrir el torrente de las preguntas.
No es extraño, pues, que me haya venido hasta aquí para mirarla, para preguntarle por su soledad, para reencontrarme con el frío de aquella soledad vivida de niño. No es extraño, pues, que si todos esos sentimientos los he ido amasando en mi corazón tanto tiempo, el enfrentarme cara a cara con la Virgen los reavivara, y que María Santísima de la Soledad volviera a ser el compendio definitivo de todo el sufrimiento, la evidencia de que ni el dolor de Madre es antídoto suficiente para paliar el dolor del Hijo. La soledad humana es la suma y el resultado de nuestros pequeños o grandes egoísmos, el mayor de los castigos, la muerte interior que la ausencia de amor produce, el vacío total que deja nuestra vida sin norte y sin sentido, esta soledad, esta Virgen de la Soledad, no puede ser exclusivamente suma de dolores, ni paradigma del abandono, ni derrota final del espíritu frente a la carne.
He tenido que mirarla mucho, que acompañarla mucho, que rezarle mucho para que desde Ella, precisamente desde Ella, se me abriera también una puerta a la esperanza.
Soledad.
María ha traspasado todos los límites del sufrimiento, como su Hijo que acaba de expirar en la Cruz. María ya es la suma de todo el dolor y todas las lágrimas de Madre; ahora solo le queda soledad.
Pero María, en su soledad, no puede ser igual a nosotros cuando nos abate la desgracia, cuando sólo nos queda el grito desesperado, cuando nos falta la esperanza y hasta dudamos de Dios. Si así fuera, ¡de qué poco nos serviría Su soledad! Porque es indudable que Su soledad debe servirnos para algo, como nos sirven todas las advocaciones de todas nuestras vírgenes.
Cuando repasamos los nombres con los que las hemos ido bautizando en sus misterios dolorosos es fácil observar que se abren en dos caminos distintos. En uno buscamos madre para nuestras angustias, nuestro desamparo, para refugio de nuestra piedad, de nuestro amor o de nuestra esperanza; en otro parece como si hubiéramos querido fijar el itinerario de su propio vía crucis. Así, desde sus primeras lágrimas hasta su Mayor Dolor ante la muerte brutal del Hijo, Penas, Dolores, Amargura, no meros nombres puestos al azar sino la búsqueda de consuelo para todos los matices de nuestros sufrimientos, reconocimiento de nuestra propia indefensión. Pero Soledad… ¿realmente Soledad solo es la suma de todos los sufrimientos, el paradigma de la desolación sin esperanza?
Esta es la pregunta que día tras día le he hecho a la Virgen, o mejor, para evitar susceptibilidades, esta es la pregunta que me he hecho, día a día, en presencia de la Virgen.
También me he preguntado por ese poso de soledad que todos llevamos en el fondo de nuestros pensamientos, semilla incipiente de temores más agudos a medida que pasan los años.
Muchas veces no hay ni que esforzar la imaginación, está ya tan a la vista que basta detenerse, al paso, en cualquier pueblo desconocido, en una de las plazas de cualquier ciudad trepidante, sin ir más lejos, ahí mismo, en la Plaza del Rey o en cualquier rincón de sol donde acudan personas mayores, hombres y mujeres, que ya libraron su personal batalla con la vida, que la han derramado en años y años de trabajo y sacrificios, que la hipotecaron por la carrera del hijo, por el bienestar de los suyos para los que ya no son tan necesarios, o quizá sí, mientras mantengan las pensiones que tanto alivian. No pretendo generalizar, pero sí quiero hacer hincapié en la soledad que se siente desvinculado de todo lo que animó la vida pasada, en ese momento en el que, como una punzada repentina, se recibe el parón de la lucha diaria, la consciencia de que se ha prescindido de los saberes que se acumularon, que no es necesario el concurso profesional, y que hasta las ideas que fueron norte y norma ya quedaron anticuadas. Duro momento que se vive en la más estricta intimidad, temor a la perspectiva de ver pasar el tiempo, las largas horas de madrugadas sin sueño, el frío que van dejando la muerte de los amigos y ese vacío que hace dolorosos hasta los recuerdos, que hacen preferir el olvido. Me estoy refiriendo a esa soledad, real incluso cuando no falta el calor del entorno familiar más próximo; terrible, realmente terrible, cuando la edad se cuenta no por los años que se tiene, sino por los que ya no se tienen.
Pienso en las cárceles, porque quiero entender que todo delito parte de una insostenible soledad. Pienso en los hospitales, donde la vida, aún dependiendo de Dios, tiene la frialdad de la profesionalidad y las máquinas como intermediarios, y cualquiera puede quedar a solas con sus temores, acorralado por diagnósticos irreversibles. Pienso en la comunitaria soledad de los jóvenes, no exclusivamente de los que están en el desamparo de la droga, sino de los sanos e impotentes jóvenes a los que la sociedad abandona a su suerte y cuya impotencia es, ¡cómo no!, una soledad sin paliativos.
No existe una sola soledad, existen tantas soledades como seres humanos. Y la pregunta sigue en pie: ¿Soledad sólo es la suma de todas las angustias, el final de toda esperanza? ¿Necesitamos Madre para esto?.
Es difícil imaginar los sentimientos de la Virgen. Incluso cuando decimos que imaginamos su gran dolor por la muerte del Hijo, no podemos hacernos idea exacta de su magnitud. Ni siquiera las madres que hayan perdido a uno de sus hijos podrían aproximarnos al dolor de la Virgen, y miren si ellas sabrán de dolor y de soledad que no hay ninguna otra que pueda compararse a ésta, que las deja vacías o, al menos, con un vacío que nada ni nadie puede volver a llenar, ni siquiera la presencia de otros hijos. Pueden parecer dos dolores semejantes, pero no lo son. Para las madres que sufren esa desgracia, a base de fe, de mucha fe, difícilmente encuentran más justificación que la voluntad de Dios, y la aceptan sin que logren comprenderla del todo, porque difícil es comprender la muerte de un ser joven, porque siempre, a nuestros ojos, nos parecerá estéril. Hace falta mucha fuerza y mucha ayuda para dejarse invadir por el consuelo de que el hijo vive en otra dimensión feliz y eternamente. Pero no es fácil llegar a esa creencia consoladora, a ese amor por encima de la presencia, de la caricia, del beso de cada día.
Pero he querido negarme a las comparaciones, y no aceptar que la Virgen de la Soledad sea la suma de todos los sufrimientos, el final de toda esperanza.
He intentado aliviarle el dolor pensando que si aquél fue hasta el límite, inmediato fue su consuelo, tanto como su certeza de que la muerte del Hijo jamás podía ser estéril, porque su muerte, precisamente su muerte, era el principio de la vida.
Créanme si les digo que cuando miré de nuevo a la Virgen me pareció distinta, que su soledad no era la dolorosa visión del irremediable final que siempre había visto, sino la imagen esperanzada de un amanecer indescriptiblemente hermoso.
Porque no era lógico, no es lógico —si es que la lógica puede esgrimirse en este caso—, que Cristo muera para darnos la vida eterna, que sea necesaria su muerte para nacer a la vida, y su Santísima Madre de la Soledad sea final y no principio, que sea Ella, precisamente Ella, la que se quede sola y perdida en su tristeza y nos olvidemos de su misión corredentora. Cristo no puede salir victorioso si María no participa de su victoria.
Ahí la tienen.
Mírenla con los ojos positivos de la fe y verán que en el instante mismo de su mayor soledad le nace, como nos debe nacer a nosotros, la alegría de la vida nueva.
Mírenla con los ojos positivos de la esperanza y verán cómo su pasión, su agonía y su soledad es, como en su Hijo, la única verdad que nos salva.
Mírenla por tanto con los ojos positivos de la caridad y verán cómo no hay sufrimiento estéril porque la salvación está siempre regada con lágrimas de Madre.
Soledad y soledades. Virgen que nos viene de lejos y realidad que palpamos día a día. Cortejos procesionales al aire de tambores y trompetas, y encuentro íntimo con la Señora para comprender su soledad. Lenguaje en los sentidos para amar a la Virgen con piropos, y trémula plegaria para que su soledad no sea estéril.
Santísima Madre de la Soledad: He llegado hasta Ti creyendo que eras sólo la imagen del desesperado final sin esperanza, el último pañuelo para el último llanto desconsolado, como si sólo fueras anticipo y patética imagen de la muerte, como si tu sombra no fuera una cruz y un sudario, como si la Cruz vacía y el sudario al viento no fueran la señal inequívoca de la resurrección, como si todos tuviéramos derecho a ella menos Tú, condenada a ser siempre Soledad.
Déjame darte las gracias en nombre de toda esta Isla que te adora, doscientos cincuenta años después de tu llegada.
Déjame que, al final, por primera vez te hable en nombre de esta Isla que te da las gracias por haberte tenido a los pies de la cuna en su nacimiento y en su corazón doscientos cincuenta años después, para alabarte y bendecir tu nombre, que, aunque siga siendo el de Soledad desde ahora sabemos que también significa principio y ventana que se abre a la vida, y punto final de la tristeza, porque en Ti o renace la esperanza, o Cristo no resucita.
Pide a tu Hijo por nosotros, para que cuando hayan transcurrido otros doscientos cincuenta años, la Isla siga llevándote su corazón.
Y que nadie sienta miedo a su soledad, que la tuya sea no el velo que oculta la tristeza y la pena, sino las alas que necesitamos para alcanzar la salvación eterna.
Que así sea.