XV Exaltación de la Santa Cruz

XV Exaltación de la Santa Cruz

Pronunciada en la Iglesia del Santo Cristo de San Fernando el sábado 21 de septiembre de 1996

Que nada cambie.

Que suene, una vez más, la hora de la palabra.

Que nadie altere la magia de la costumbre.

Cumplamos, un año más, con el rito.

Compongamos el gesto de las solemnidades y asintamos, magnánimos, incluso a lo que no creemos, pero sin descomponer la figura. Midamos cada ademán por el rasero de nuestros prejuicios y dejemos volar nuestras conciencias a favor de sus querencias para que nada las inquiete. Que todos volvamos a reconocernos, iguales, a la sombra de esta Cruz que nos convoca, para que la palabra y los gestos vuelvan a tener el valor de siempre.

 

 

Señores….

 


Es norma de obligado cumplimiento comenzar dando las gracias a las personas que se propusieron que, hoy, estuviera aquí, ante ustedes, para proclamar la Exaltación de la Santa Cruz en este año de mil novecientos noventa y seis.

Es norma de obligado cumplimiento, pero permítanme que, más que dar las gracias a ellos, recurra a la benevolencia de todos ustedes para que los disculpen por su ocurrencia, al tiempo que les pido perdón por mi osadía al aceptar semejante cometido. También, ¡cómo no!, quisiera advertirles que las palabras de mi presentador son de su exclusiva responsabilidad, y aunque todos coincidamos en su reconocida honestidad, en este caso puede haber alguna distorsión interesada dada la amistad que, sin arrebatos ni apreturas, mantenemos desde hace muchos años.

Comprendo que ésta no es la forma usual de comenzar ningún parlamento, pero me dan un poco de repelús los barroquismos de los actos por muy solemnes que éstos merezcan ser; entiendo que solemnidad y sencillez no deben estar reñidas y que, puestos a elegir entre la solemnidad como marco y el contenido como fondo, es más racional quedarse aunque sea con el intento de este último, porque siempre será preferible la comunicación a los resplandores, el entendimiento a los fuegos de artificio.

Tampoco es usual que para hablar de la Santa Cruz —de ahí que solicitara la benevolencia de ustedes para con los responsables— ocupe este lugar una persona que no es ni sacerdote, ni teólogo, ni historiador, ni erudito, ni poeta, ni siquiera cofrade al uso, sino un cristiano de a pie, muy corriente y muy moliente, lleno de dudas y de preguntas, algunas de las cuales saldrán hoy a relucir, pero que si las silenciara entraría en la mecánica de la representación —o en la representación mecánica—, que es, a la postre, toda impostación de los sentimientos, ese disfraz que sirve para camuflar credos y pensamientos y que tan adecuado resulta para nadar a favor de corriente. Mi única disculpa habrá que encontrarla en que no es censurable —al menos, no demasiado censurable— que un cristiano del montón también tenga la oportunidad de expresar en voz alta el sentir, y el pensar, de la mayoría que no es ni sacerdote, ni teólogo, ni poeta, sino rebaño que vive entre la angustia y la esperanza, entre el temor y la duda, entre arrebatados arrepentimientos y deseos inconfesables.

Por estas razones, ustedes comprenderán enseguida que hablar de la Cruz sea un reto que atraiga y sobrecoja; que al existir tantos y tan válidos argumentos uno se vea perdido entre los muchos caminos que conducen a Ella; que, en definitiva, sea necesario bucear en nuestro interior para comprobar cuánta Cruz hemos asimilado.

Quisiera que si mis palabras llegaran a servir para algo más que para cumplir con el rito de la costumbre, lo fueran no para que se interpreten como un resumen de lo que he podido revisar en estos días sobre el tema, lo que he podido asimilar del mismo a lo largo de toda mi vida, sino que ellas sirvieran, como a mí me han servido, de vehículo para viajar al propio interior de cada uno. Para que, juntos, podamos tener un encuentro en la propia intimidad que ayude a vernos como realmente somos, sin los conservantes, ni los colorantes, ni los edulcorantes que dan los hábitos, las rutinas, las piedades señaladas en el almanaque como si fueran fechas de vacunación, o días de representación con incienso incluido. Vernos tal cual sabemos que somos aunque nos empeñemos en disimularlo. Por eso digo que no es demasiado censurable que un cristiano del montón tenga la oportunidad de expresarse en voz alta; creo que si ustedes estuvieran en mi lugar aprovecharían la ocasión para, ante el profundo respeto que la Santa Cruz nos merece, poder meditar dónde está la nuestra, que es, creo, la invitación permanente que Cristo nos manda desde la suya.

Pero empecemos por el principio.

Dependiendo de la edad y de las circunstancias particulares de cada uno, el principio no fue, en la práctica, una línea de salida idéntica para todos. Para los que doblamos el rubicón de los cincuenta, no emplearon la misma didáctica que con los de generaciones posteriores en el intento de que asimiláramos el mensaje de la Iglesia; es más, aun sabiendo lo permanente de este mensaje, la metodología fue y ha ido siendo tan distinta que, a veces, ha podido parecer que se han perseguido distintos objetivos.

De lo que no cabe duda es que, por unos u otros motivos, existe un tiempo en el que los fieles somos, casi exclusivamente, meros espectadores de una gran representación, de un magnífico espectáculo de rituales ceremonias, música polifónica, cortejos, como si los gestos fueran suficientes y pudieran sustituir a la palabra que, por otra parte, ni entendíamos porque, dichas en latín, tenían más de conjuros que de intentos de comunicación. Sin embargo, las que se pronunciaban en nuestro idioma provenían, generalmente, de voces tronantes, como si todos estuviéramos condenados de antemano, como si solo tuviéramos la alternativa de una dificilísima, casi imposible, santidad, o la condenación eterna. O héroes o miserables. A la Iglesia, quizás a una parte de su clero, le sobró celo paternalista y le faltó calor humano, le sobró dramatismo y le faltó caridad.

Así que no es extraño que para una mayoría, Iglesia fuera sinónimo de una jerarquización de cargos, cada uno con su boato y su pompa, o de unos recintos donde la fe de los hombres y el arte de sus cinceles y de sus gubias consagraron a Dios para adorarlo entre fastuosos reflejos, o bajo las desnudas bóvedas inspiradas en la ascética piedad. Para decirlo con las mismas palabras que emplea Juan Pablo II:

“Durante mucho tiempo, en la Iglesia se vio más bien la dimensión institucional, jerárquica, y se había olvidado la fundamental dimensión de la gracia, carismática, propia del pueblo de Dios”.

Tiene que llegar el tiempo nuevo, el aire renovador del Vaticano II para que la Iglesia recobre su genuina acepción sustituyendo el dramatismo didáctico de la disciplina religiosa para reconocer que ella, la Iglesia, ” …no fue confiada solo al clero, sino a todo bautizado, aunque cada uno según su nivel y según su obligación”, como también recuerda Su Santidad.

Dicho con otras palabras: la gran lección del Vaticano II es, entre otras, que nos redime de ser espectadores de ceremonias cuando, al proclamar la libertad del hombre, nos devuelve nuestra responsabilidad como miembros vivos de un cuerpo vivo, porque en esa responsabilidad radica nuestra grandeza como criaturas de Dios. En este sentido ahonda el Papa: “El Redentor confirma los derechos del hombre para llevarlo a la plenitud de la dignidad recibida cuando Dios lo creó a su imagen y semejanza” .

Señalar que la Iglesia quizás haya sido demasiado celosa, como esas madres que no dejan andar a sus hijos por temor a que se caigan, no es una impresión que se recuerde ahora ni con resentimiento ni con ánimo de crítica, sino para poner de manifiesto, poder decir abiertamente, que ya no nos caben coartadas por desconocimiento y que cuando, como cristianos católicos, asumimos la responsabilidad que nos corresponde, ya no cabe argumentar ignorancia.

San León Magno ya recordaba en uno de sus célebres sermones: “Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la Naturaleza Divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro”. (Les recuerdo que San León Magno fue Papa entre los años 440 y 461)

De cualquier forma, y según se advierte en determinadas actitudes, el aire nuevo del Vaticano II no ha logrado todavía ahuyentar del todo un resabio de siglos, una doctrina de papagayo, una piedad de retablillo y sacristía, una fe sin valentía, una maraña de miedo y misterio, una visión del Dios implacable, una presencia excesiva del dolor y de la sangre, aunque todo ello en franco retroceso. No obstante, todavía sigue siendo más fuerte la imagen de Cristo crucificado que la imagen de Cristo resucitado, ignorando, tal vez por estética o por la fuerza de la costumbre, que en Cristo no hay Cruz sin Redención, que en los textos conciliares Cruz y Redención aparecen al unísono, como unidad indivisible. Lo que no quita que para muchos católicos, el significado del Vaticano II les siga pareciendo una “ocurrencia” y que, como a aquella beata del cuento, persistan en pedirle a Dios por la salvación de Juan XXIII y de Pablo VI, por ser los culpables. A otros, sin embargo, les ocurre como a los que tienen “El Quijote” perfectamente alineado en la estantería pero sin quitarle el celofán, y permitiéndose el lujo de pontificar sobre él o tomando prestados opiniones ajenas sin digerir, que pretenden imponer como si fueran tradiciones y justificarse aunque sea quitándole el polvo a los santos de los altares, que es una postura, como otra cualquiera, para escurrir el bulto y seguir figurando.

“Ama y haz lo que quieras”, decía San Agustín, que viene a ser lo mismo que “vive pero asume tu responsabilidad”, como definitivamente se desprende del Vaticano II. No obstante, es digno de tenerse en cuenta por qué la muerte sigue siendo más poderosa que la vida, por qué Cristo termina siempre por vencer a Jesús, por qué se sigue viendo la Cruz como potro de tortura y no como medio de salvación. Esta impresión, que puede que sea subjetivismo por mi parte, me ha hecho pensar y buscar la respuesta. Quizás sea ésta: A diferencia de la Iglesia Oriental, cuya liturgia se centra fundamentalmente en la Resurrección, la Iglesia Occidental, aun manteniendo la primacía de la Resurrección, ha ido más lejos en dirección a la Pasión. El culto a la Cruz de Cristo ha modelado, por así decirlo, la historia de la piedad cristiana; otra cosa será cómo deberá ser a partir de la responsabilidad, del testimonio que hoy se nos exige.

Desde o a partir del Vaticano II la inflexibilidad da paso a la comprensión y al diálogo, como si se prefiriera cambiar a los míticos héroes en santidad, por una mayor cantidad de santos cotidianos.

A este respecto me gustaría compartir con ustedes un sentimiento íntimo: tal vez por el misterio que encierra, tal vez por su misma sencillez, siempre he sentido una especial atracción por la vida oculta de Jesús. Los que me conocen bien saben qué verdad encerraba mi respuesta cuando —recién regresado de Madrid— me preguntaban que cómo me volvía a La Isla después de veintitantos años de ausencia. Mi respuesta, en la que nunca hubo la más mínima dosis de literatura, siempre fue la misma: “Porque creo que no hay nada comparable a sentarse todas las tardes en la puerta de tu casa y saludar a las mismas gentes”. Este deseo, por muchos y diferentes motivos, no ha podido cumplirse, pero sí indica claramente mi apetencia de la vida sosegada, del trabajar en silencio aunque tantas veces esté forzado a todo lo contrario.

De ahí, de esa inclinación, posiblemente nace mi curiosidad por la vida oculta de Jesús, la atracción por la cotidianidad de su vida doméstica, su día a día en el contacto directo con su Madre, ¡ahí es nada! Mi imaginación siempre lo ha visto como un chaval alegre, simplemente porque la alegría siempre la he creído como una gracia de Dios y ¡quién mejor que su Hijo para tenerla!; también lo he imaginado constante en el trabajo, perfeccionista, conocedor de que si estaba llamado a mover montañas, esto sólo se consigue ejercitándose día a día, piedra a piedra. Tener esa vida que creo, y asumir la responsabilidad que le aguarda como Hijo de Dios siendo inocente, a sabiendas de cual va a ser el camino, las vejaciones, el martirio fue, tuvo que ser, una Cruz tan pesada como esa otra material donde lo clavaron hasta morir. Sin embargo, también en mi imaginación he compuesto una figura de Jesús en la que no cabía el temor, al menos no el temor del que se sabe condenado a muerte, sino la alegre serenidad del padre que está dispuesto a dar hasta la última gota de sangre por sus hijos.

Según este esquema de pensamiento, o este exceso de imaginación, no es extraño que no sea fatalista, y que por creer en la esperanza me afloren preguntas que están, lo sé, en la mente de todos y que, como anunciaba, saldrían hoy a relucir: cuánta Cruz hemos sido capaces de asimilar; dónde radica nuestra Cruz; o, más difícil todavía: nuestra Cruz, ¿es inevitable?

Hace unos años, hablando con aquel agustino sabio que fue el P. Félix García —último confesor que tuvo D. José Ortega y Gasset—, me decía la importancia de la formación y el peligro de la rigidez didáctica, sobre todo cuando existe una imposición sin alternativas y aun admitiendo que la formación, como base de la educación, conlleva un cierto pero sutil cambio de conductas. Es evidente, porque dependiendo de cómo se nos iniciara en la disciplina de la Iglesia, hemos podido estar —podemos seguir estando—con el cuerpo”, pero no con el corazón.

También aquí, una vivencia personal podría ilustrarnos mejor, aunque muchos de ustedes podrían aportar otras parecidas: Durante mucho tiempo la expresión “ejercicios espirituales” llegó a producirme un desasosiego cierto. Indefectiblemente hacía que me remontara a los primeros que me obligaron a hacer, con diez años: durísimos. Los que le siguieron hasta que pude liberarme no fueron distintos, pero aquella primera vez se me quedó grabada de forma muy especial. Casi todo el día de rodillas en la iglesia, sin poder hablar con los compañeros, ni siquiera en el rato de asueto que nos dejaban a media mañana, mientras desayunábamos, a las tres horas de estar en planta —las vigilias, recordarán ustedes, se hacían desde las doce de la noche anterior—, digo, desayunar un bocadillo triste y en silencio. Tres días interminables oyendo las truculentas narraciones del infierno, las contorsiones de las almas impuras como las nuestras… —como las nuestras, ¡con diez años!— mientras se consumían en el fuego eterno, en el fuego eterno por siempre y para siempre, mientras en el exterior un sol tibio de recién estrenada primavera, invitaba a la vida. Oír, por tanto, ejercicios espirituales y revivir la película de aquellas pesadillas era inevitable, máxime cuando al confesar me daba cuenta, por repetir siempre los mismos pecados, que en mí no había propósito de enmienda, que esa burla constante que le hacía a Dios sería el motivo de mi condenación eterna, como machacaban constantemente.

Tuvo que pasar mucho tiempo, digo, ya adulto, cuando la vida me dio la oportunidad de dialogar, en el silencio de los patios de mi colegio madrileño, con aquel P. Félix que fue, posiblemente, el primero que me enseñó el camino de una fe sin tremendismo, el primero que enlazó con mis imágenes de la vida sencilla y comprometida de Jesús, el primero que me hizo ver la importancia de conocer y profundizar en la Palabra, el libre compromiso que adquiríamos cuando la pronunciábamos, la diferencia didáctica y estratégica que significaba anteponer Jesús a Cristo, sin que en ningún momento se tuviera que prescindir de ninguno. También me hizo ver que los hombres, cada ser humano, a lo largo de su vida, venía a cometer, cometíamos, los mismos pecados, lo cual no solo era síntoma de nuestra debilidad sino de la infinita capacidad de perdón de Dios nuestro Señor. El P. Félix, castellano él, creía que nosotros, los andaluces, encima, poníamos un especial acento en la Pasión de Cristo, que nuestra particular idiosincrasia nos hacía proclives a admitir más fácilmente al Cristo ensangrentado, al Cristo héroe vencedor del dolor, que al Cristo vivo vencedor por el Amor. Ni que decir tiene que bebí en el P. Félix todo el agua que me faltaba, toda la frescura que mi fe necesitaba.

En aquellas charlas, donde hablábamos de lo divino y de lo humano, de lo divino que poseíamos los humanos, salía a relucir, cómo no, la muerte, sobre todo la huella que quedaba en nosotros la certeza de la muerte violenta. En ese contexto encajaba nuestro sentimiento ante la de Cristo, de ahí su inicial capacidad de contagio, independientemente del refuerzo que significaba nuestra liturgia.

Cuando se refería a nuestra muerte física, decía que cualquiera, a los ojos de los demás, podía tener una muerte heroica y ser admirado por ello. Ponía como ejemplo los que salvando vidas terminan por perder la suya. Saber que uno no muere inútilmente debe ser, decía, la más reconfortante de las muertes; darlo todo, incluso la vida, y someterse a la Voluntad del Padre. Como Cristo. El miedo, el escandaloso pavor debe sentirse cuando, mirando atrás, no hay sino el vacío de una vida estéril, entre convencionalismos, por mucho que se crea uno dentro de la Iglesia, por mucho que nos vean en ella, porque el culto y la piedad, por sí mismos, no nos redimirán de una muerte triste y sin esperanza. La vida, la vida fecunda se entiende, si no se compendia en una Cruz como final, no existe un principio de nada.

Por tanto, la Cruz no puede ser reducida a una pesadilla, ni a la expresión de una tortura histórica. La Cruz de Cristo, aun representando el drama de la Redención, aun polarizando todos los más elevados sentimientos de nuestra humana comprensión, aun admitiendo que ha modelado la historia de la piedad cristiana, si no remontáramos el vuelo sobre Ella, a partir de Ella, si no fuéramos capaces de ver en Ella la prueba inequívoca de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre, si no viéramos en Ella más que muerte y sangre, estaríamos aún en la tesitura de los horrores, cuando la doctrina de la iglesia se nos daba entre miedos y amenazas, cuando no había llegado el aire nuevo, vivificador del Concilio Vaticano, para devolvernos la libertad y, por ende, la responsabilidad, la dignidad que, como decía, recibimos de Dios cuando fuimos creados por Él a su imagen y semejanza.

Pero aún hay más. Juan Pablo nos dice a propósito del significado de la Cruz: Si no hubiera existido la agonía sobre la Cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar.

Sin la agonía en la Cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar. ¡Qué descubrimiento! ¡Qué necesidad teníamos de esta nueva y hermosa perspectiva ¡Qué providencial ayuda para nuestra tosca fe de caídas y trompicones!: La verdad de que Dios es Amor estaría aún por demostrar…

¿Recuerdan cuando hace un momento dejaba en el aire esta pregunta: ¿Cuánta cruz hemos sido capaces de asimilar? También recordarán cuando establecía el binomio Cruz-muerte como la más inmediata y extendida imagen en la que condensamos el drama de la Pasión; como no pueden olvidar la paradoja fundamental contenida en el Evangelio: “Para encontrar la vida, hay que perder la vida; para nacer hay que morir; para salvarse hay que cargar con la Cruz”. Pero, ¿sólo con la Cruz del dolor? ¿No será absolutamente necesario, además, contraer la responsabilidad de cargar con la Cruz como símbolo del Amor? ¿Y no es el Amor el único paliativo del dolor? ¿No podremos, con Amor, borrar ese Divino dolor y todo el humano dolor que Él redime con su Amor?

San Juan de la Cruz dice: “A la tarde de la vida seremos examinados en el amor”; ni siquiera apunta que seremos examinados en el sufrimiento. Pero permítanme apurar aún más este pensamiento. ¿No estaremos, también en esto, confundidos, y no sepamos siquiera dónde está la raíz de nuestro sufrimiento, o lo que es lo mismo, dónde radica nuestra verdadera cruz?

Por decirlo en un lenguaje más coloquial: todos estamos seguros que el sufrimiento es algo consustancial con el hombre, algo que Dios nos manda para probarnos, para purificarnos, y dependiendo del grado de nuestra fe y del acatamiento que hacemos de los mandatos de Dios, logramos superar ese difícil camino que es nuestra vida, según decimos con estereotipada resignación. Pero existe otra Cruz, que no es la del sufrimiento que resignadamente aceptamos porque, decimos desde el fondo de nuestra fe, nos la manda Dios; existe otra cruz que no es la del sufrimiento, sino la del Amor, la que simboliza y compendia todo el Amor que existe. No cargar con esa Cruz, pregunto: ¿no significará que carecemos del Amor necesario?

Pero, ¿qué Amor es el necesario?

Si admitimos que la forma de impartir la disciplina religiosa ha producido grandes héroes de la santidad, debe suponerse que, consecuentemente, también habrá originado grandes abandonos, por lo que hoy, sin extremismos, sino en la armónica comunión de la responsabilidad compartida, se están dando, anónimamente, gran cantidad de santos cotidianos, santos que todos conocemos perfectamente porque pueden vivir en nuestro mismo barrio, ser de nuestra propia familia.

Son gente rara, no crean: nunca hablan mal de nadie, son profesionales impecables, todo lo hacen con una admirable sencillez, tienen una extraña felicidad en los ojos, seguramente porque éstos siempre son el espejo del corazón que encierran, un corazón sin maldades ni dobleces, como Jesús en su vida oculta. Son generosos de sí mismos y se comportan como si vivir así fuera fácil, creyendo, además, que está al alcance de cualquiera. Su secreto es que han sido capaces de desmontar, una a una, las espoletas de todas las bombas que todos llevamos dentro —menos ellos— y que a los demás nos explotan a cada paso: la soberbia, la envidia, la ingratitud, la venganza, la avaricia, el desprecio, todas esas astillas con las que formamos nuestra humana cruz, la más pesada de todas, la que en uso de nuestra libertad nos fabricamos, la que estos santos cotidianos son capaces de invalidar con el Amor como único antídoto.

Decía al principio que según hubiera sido nuestra línea de salida, según hubiera sido la metodología que emplearan con cada uno, según hubiera sido la vida interior, el esfuerzo individual, así podíamos estar en la Iglesia, “con el cuerpo o con el corazón”. Saber el compromiso que adquirimos con Dios y con nosotros mismos cuando decimos “Creo en Dios Padre, creador del Cielo y de la Tierra. Creo en su único Hijo…” ; cuando, en definitiva, libremente, hacemos, y nos hacemos, una declaración de fe; saber que ese Padre nuestro que estás en los Cielos, esos deseos de que sea santificado su Nombre, de que venga a nosotros su Reino, de que se haga su voluntad… ; saber, digo, que no son sólo textos que están insertados en una rutina, en una tradición cultural, por muy noble que ésta sea, ni son, con serlo, una escuela de pensamiento, sino, vuelvo a repetirlo, el compromiso personal que desemboca en certeza de vida eterna; tenerlo todo presente en el corazón, cuna de todo Amor, y saber también que por esa misma libertad con que hacemos acto de fe, con la que elegimos e imploramos a Dios como Padre nuestro, también hacemos nacer dentro de nosotros nuestras propias cruces, que, libremente también, estamos eligiendo aquellas que nos crucifican; saber todo esto es saber qué Amor es el necesario: el que adivinamos en los santos cotidianos que conocemos, el que nos da Jesús en su último mandamiento; ese difícil mandamiento de amar como Él nos ama. Como Él nos ama. Todo se reduce a esto: Amar a Dios en Sí mismo y en los hombres que Él crea; pero no amando a nuestra manera, sino a la Suya.

No sé si he podido ir contestando a las preguntas que aquí he planteado: cuánta Cruz hemos asimilado, dónde radica nuestra Cruz, qué Amor es el que necesitamos para que no se nos niegue la parte de Cristo a la que tenemos derecho, la parte de Dios que Dios nos concede por habernos creado a Su imagen y semejanza.

Quisiera terminar, a los pies de este Cristo que nos convoca, de este Cristo muerto que ya no sufre, ante esta Cruz que ya no es potro de tortura, sino el regazo de la agonía que justifica el Amor de Cristo, quisiera terminar, digo, con palabras de Su Santidad el Papa como última reflexión. “Para esperar ser salvado por Dios, el hombre tiene que detenerse bajo la Cruz de Cristo. Luego, el domingo después del Sábado Santo, tiene que estar ante el sepulcro vacío y escuchar como las mujeres de Jerusalén: No está aquí. Ha resucitado “.

Y obrar en consecuencia.

Que así sea.

Semana Santa en España